viernes, 25 de noviembre de 2011


La lucha contra el vagabundo

      Habíamos acordado a las cuatro y media en un café un poco lejos del muelle. Era una tarde muy particular, el sol había empezado a desaparecer tras las nubes dejando sus últimos rayos que se divisaban detrás del horizonte. Sara estaba de excelente humor, y tenía ganas de platicar incesantemente acerca de sus tareas, sus glorias y  sus planes futuros, hablaba con jactancia como cualquier joven que soñaba con conseguirlo todo. Utilizaba un vocabulario tan amplio que me producía admiración y curiosidad, se expresaba con un lenguaje cautiverio, no estaría exagerando si dijese que me había cautivado, sobre todo sus miradas. Comprendí de pronto que Dios dio a las mujeres unas cualidades especiales de las que carecen los hombres. Pero esto no significa que sean superiores, ni lo contrario. Entre un hombre y  una mujer hay una relación de complementariedad; cada uno es como es y no tiene que ser de otra manera,  y bastemos de filosofar.

      Sara hizo girar la taza de café entre las manos mientras el vapor le subía hasta el rostro, la bufanda azul que llevaba en el cuello le daba un carácter angelical; muy agradable de contemplar. Me llamó la atención que fuera tan hermosa, atractiva y  me sorprendió que no me hubiese dado cuenta antes de ello.

      Sara me había hecho ciertas preguntas acerca de mi biografía, le dije que mi padre era profesor de filología y literatura, descendía de una familia siria que vino a instalarse en la costa del mediterráneo en el siglo XVII. Sucedió que habían llegado tres hermanos sirios al norte de África, en aquella época no había la ley de las fronteras que podría limitar el desplazamiento de los individuos. Las gentes salían de Damasco (Medio oriente) pasando por Líbano, Egipto, Libia, Túnez, hasta Argelia; (tierra donde estuvo encarcelado Miguel de Cervantes) sin que nadie les detuviese para preguntarles adónde iban, ni pedirles pasaporte cosa que aún no existía en aquel entonces. Uno de estos tres hermanos bajó al sur, el otro  estuvo un poco tiempo aquí luego volvió a Damasco, y el último decidió quedarse definitivamente en Tetuán. ¿De modo que tú desciende de éste que posiblemente le encantó el clima, el ambiente y las mujeres? Me interrumpió Sara con una sonrisa que iluminaba sus mejillas como agua cristalina. –Sí, le contesté.

      El hombre por naturaleza es curioso y ambicioso, siempre aspira descubrir todo lo que desconoce, por eso no veo que la llegada de mi difunto a esta tierra fuese por casualidad, (como suelen explicar los historiadores en las crónicas). Te diré que no creo en la casualidad, ni tampoco en la coincidencia; dos términos que no existen en mi diccionario. ¡Vamos, Veamos el caso nuestro! Tú y yo nos conocimos en el tren, y ahora nos encontramos de nuevo en esta cafetería, a esta hora, el veinte dos de febrero, invierno. ¿Crees que todo eso es casualidad o sea coincidencia?  Sara quedó asombrada, vacilante, pero alegre, me escuchaba atentamente y no supo qué contestar. –Pues no, le dije,  -sencillamente es cosa del  destino,  añadí.

      De pronto entró un hombre a la cafetería y lo vi dirigiéndose hacia nuestra mesa. Era moreno y pecoso, de nariz aguileña, cuyos ojos amenazantes. Su cara era de pirata, muy seria y nerviosa, su aspecto era inquietante. Apenas había siete personas que ocupaban mesas en el fondo de la cafetería, Sara y yo éramos la única pareja que estaba allí. Pues llegó hasta nuestra mesa, miraba directamente a los ojos de Sara por unos momentos, luego sacó de su bolsillo una pulsera de oro blanco y se la tendió a Sara. A mí me había ignorado definitivamente, supuse que me había tomado por invisible. Para colmo, mientras exponía a Sara el artículo, echaba fugaces miradas de soslayo como si le persiguiese la policía. El caso es que quería vender esa joya que posiblemente haya sido robada. No se limitaba a explicarle solamente el artículo, intentaba convencer a Sara de que lo comprase. Enseguida comprendí que era adicto a las drogas, ladrón y quería conseguir el dinero de cualquier manera. A continuación, vi que el rostro de Sara se puso pálido, asustado. Sin darme cuenta me levanté y le dije caballerosamente que se largase, me miró pero no me hizo caso. – ¿es que no entiende lo que digo? Lárguese de aquí por favor, le  dije. Hay una categoría de gente que no entiende con palabras, y el tío era de ese tipo. Acto seguido, lo arrastré violentamente con mis manos, el vagabundo se vio lanzado al suelo a unos dos metros de nuestra mesa, metió la mano en el interior de su americana cuyo color parecía desgastado por el sol y la humedad del océano atlántico. Estaba claro que no sacaría ningún otro artículo o joya para vendérmela. En las guerras las actividades comerciales se paralizan y todos recurren a las armas, pues el vagabundo y yo estábamos  en estado de guerra, de modo que en ese momento ya no se trataba de artículos o joyas porque la cosa ya se había jodido. Efectivamente, sacó una navaja larga de doble filo y se dispuso a atacar. Sara dio un grito que estuvo a punto de desmayarse, y su corazón latía como un martillo en el pecho.

      Don Quijote salía buscando empresas de batir, andaba buscando con quien luchar, cosa que indudablemente le convenía porque era hidalgo,  pero yo no soy hidalgo ni busco contiendas. Siempre he sido partidario de la paz y en contra de la guerra, nunca se me había pasado por la cabeza hacer daño o acometer algún agravio a la gente. Por desgracia, se dio el caso y no tenía más remedio que luchar contra aquel vagabundo de cuya táctica no sabia absolutamente nada. Me veía obligado a luchar por mi dignidad, por mi libertad que fue agredida, luchar como un buen ciudadano que sufrió el agravio de la falta de respeto en medio de la ciudad, en un lugar público. Tenía las mil y una razones para luchar contra aquel vagabundo armado.

      En la cafetería había un tremendo silencio, el espectáculo era frío y encapotado. Todos los que estaban presentes se habían puesto atentos esperaban a que sucediese algo. A decir verdad yo no tenía miedo, en ese momento pensé únicamente aplicar la teoría de quien ataca primero vence. Bruscamente me lancé sobre él, y le pegué un puñetazo en la cara intentando quitarle la navaja, como yo estaba en mala posición entonces me la hundió por el brazo. Sentí escalofríos por todo el cuerpo y un dolor violento en mi brazo. Sara empezó a gritar y llorar desesperadamente. El vagabundo escapó fuera de la cafetería amenazando con la navaja a que le abriesen el paso y echó a correr hacia el sur de la ciudad. Sara sollozaba pidiendo a los espectadores que llamasen a la ambulancia, mientras me vendaba el brazo con su bufanda azul celeste. Vi mi sangre cómo manaba de mi brazo y corría por el suelo.

      No me di cuenta cuando me metieron en el coche y me llevaron al hospital, quedé rendido. Cuando abrí mis ojos, me hallé rodeado de dos enfermeras; una flaca de ojos oscuros, se parecía a la esposa del chivato del barrio, y la otra un poco gorda pero hermosa como mi amiga Itsel. Comprendí  que estaba en el hospital y sentí que mi brazo ardía. Estaba mirando a la enfermera que me cambiaba la venda, se parecía bastante a Itsel, procuré preguntarle sobre su nombre para asegurarme de que no era ella. Fue cuando se abrió la puerta, entró Sara con una rama de flores, yo no sabía si eran silvestres o orquídeas. Me regaló una sonrisa y pasó su mano por mi frente, sentí contento y le susurré que en la vida, muchas veces, no se sabe si es uno el que empuja los acontecimientos o si son los acontecimientos los que le arrastran a uno. Era una frase que había leído en un libro.

jueves, 17 de noviembre de 2011


Ismael Bellí y el cementerio de los libros
     
      Permanecí inmutable, sorprendido, boquiabierto por unos momentos, observando el sitio fabuloso donde me encontraba. No era lo que se dice una biblioteca, era un cementerio de libros. He frecuentado muchas bibliotecas, pero nunca había visto alguna semejante a ésa que poseía Ismael Bellí. Era  difícil hacer una aproximación de la cantidad de los libros de los cuales constaba ese cementerio.

      Me había acordado de Sara, y deseé con toda mi alma que le hubiese invitado a acompañarme para descubrir juntos la existencia de ese lugar tan misterioso. Pensé llamarle para que viniese, pero no tenía su teléfono, además, ella debió de estar dormida, me dije.

      A través de la ventana se veía pasar sombras opacas con una rapidez de sueño. Adentro, en el cementerio de libros, había poca luz, el ambiente inspiraba tristeza, angustia, sufrimiento y una inmensa fatiga de vivir. Todo indicaba la vejez, el abatimiento y la muerte.  Ismael había encendido su chimenea, envuelto en un abrigo negro, era un viejo pálido y extenuado, su mirada fría parecía no ver lo que miraba, sonreía con amarga tristeza, su aspecto respiraba decaimiento y el cansancio de los años. Una inmensa angustia se leía en su rostro y sus movimientos manifestaban una incomprensible esperanza.

      Había muchos libros esparcidos en el suelo, cogí un libro, era de Galdós, cuyo título era “la sombra” quité con la mano el polvo de siglos que llenaba la portada y  contraportada del libro. Ismael vivía solo en ese cementerio, seguro que no vivía ninguna mujer con él. El polvo es testigo de la soledad, y la soledad es la suerte de los espíritus excelentes, pero es terrible para un anciano. Me tendió una caza de café, y se  sentó en un sofá cerca de la chimenea, calentaba su cuerpo enflaquecido. Le pregunté si había leído todos esos libros, me contestó que sí. Me quedé asombrado, y pensé en ese momento que este viejo se había pasado la vida leyendo libros y no hacía otra cosa. Me dijo con un tono de fatiga y angustia que en otras épocas la gente leía mucho, había una preocupación literaria, era una preocupación de un medio bastante restringido. Los escritores vendían miles y miles ejemplares de cada nueva obra que se publicaba.
-Hoy los escritores, digo si hay buenos escritores, son desconocidos. En parte, la culpa es de la prensa (el demonio del cuarto poder). Los periodistas se volvieron comerciantes, ya no tienen preocupación literaria como antes, por lo tanto la fama de los escritores no trasciende. Esto significa que el oficio de escribir libros conoce una tremenda decadencia, y no puede subsistir en este país si la cosa sigue así. Tomó un sorbo de café, viendo cómo subían en el aire los espirales del humo de su pipa y añadió-Los periodistas siempre están dispuestos a participar en el juego político, olvidándose del papel que normalmente deberían desempeñar, y así los escritores no podrían ganar dinero. Y el colmo es que con este sistema político (el capitalismo) nos habían enseñado a ser más consumidores que productivos. Cuanto mayor fuera nuestro consumo, tanto más se beneficiarían de ello los empresarios y los políticos. No estoy en contra del espíritu burgués, pero tampoco a favor de que se domine a la población.
-¿Usted cree que eso es difícil de modificar? ¿Como se va a arreglar el problema?-pregunté yo. Creo que por ahora, de ninguna manera, es como las empresas que se imaginaba Don Quijote-siguió diciendo Ismael-Tendría que cambiar las ideas políticas y económicas para cambiar la sociedad. Mientras no haya cambio hacia la veracidad, cosa que de momento no se ve posible, la transformación no se puede realizar.
      Su comentario sobre ese tema me produjo una inexplicable melancolía, pero sus argumentos eran razonables, y yo estaba totalmente de acuerdo con él. Sin embargo esta razón no es del todo convincente para el medio social. Hubo un momento de silencio, entonces yo empecé a tomar serios sorbos de café contemplando a través de la ventana el tráfico del pueblo y las casas adosadas. Soplaba un viento cortante, estábamos a tres bajo cero, el mal tiempo mantenía las calles momentáneamente desiertas.
     
      En un determinado momento miró  su reloj de pulsera, se levantó y me dijo-Bueno chaval, ¡me disculpas! Voy a tener una visita, si no te importa vuelve mañana. La verdad es que me dejó abochornado. Aún no estaba preparado anímicamente para marcharme de aquel cementerio de libros, pero comprendí  que habíamos pasado tiempo platicando, y que ya había llegado el momento de largarme de allí. Dimos un apretón de manos como viejos amigos y después me acompañó hasta la puerta...........(suite)




sábado, 5 de noviembre de 2011

La voz de Sara
Su voz era como abrazarla
                                                                         Cesare Pavese

Me exasperan las mujeres que hablan mucho, que no se cansan de tanto hablar. Pero en esa ocasión, mientras Sara me hablaba del dueño de la biblioteca, deseé que no parase de hablar. Tenía una voz realmente muy tierna, suave y dulce. Yo no estaba oyendo a nadie más que a Sara, reconozco que me gustaba escucharla, y si he de ser sincero, hubiese deseado grabar aquella primera conversación que tuvimos.
     
      Recuerdo una vez mi amigo Farfán me había dicho que la causa principal de la apreciación de los cuadros de pintura, era la firma del autor, y no era el cuadro en sí. Ahora me doy cuenta de que la voz de Sara yo la había firmado y apreciado a la vez, por lo que me hace estar convencido de que el juicio estético no es falaz.
    
       Eran las siete y cuarto cuando llegamos a Tánger, estaba lloviendo de una manera agradable y hacía un frío horrible. Salimos de la estación, aún estaba amaneciendo, a medida que nos acercábamos Sara y  yo a una tienda donde vendían periódicos un aire fresco nos azotaba la cara. A lo lejos la punta del muelle aparecía muy azul, las gaviotas volaban muy cerca de la superficie del mediterráneo acompañando los barcos de pesca, las calles de Tánger manifestaban un aspecto muy pintoresco. Bueno, para un poeta, un compositor de música,  un artista, esta ciudad es una fuente de inspiración, es un espacio estimulante para la creación, en general, es una ciudad admirable. Sin embargo, precisamente, en ese momento yo no necesitaba todo ese espectáculo hermoso para que me  estimulase los sentimientos, tenía a Sara a mi lado y eso me bastaba. Nos caminábamos codo a codo, ella hablaba, yo callado. Os repito por segunda vez que me gusta oír su voz, me fascina demasiado, o a lo mejor me enamoré de su voz, Sí, ¿por qué no? A decir verdad, oír su voz era un espectáculo tres veces hermoso que el ambiente de Tánger.

      Sara me había invitado a desayunar juntos en una cafetería en el muelle, justo cuando atravesamos la plaza mayor,-asentí sonriendo sin decir nada, y me alegré mucho porque iba a estar más tiempo oyendo a Sara, sí, sólo a Sara. Antes de entrar en la cafetería “la estrella del mar” ése creo era su nombre, me quedé unos momentos contemplando la costa, los marineros, los barcos, la tranquilidad del mar; todo eso formaba una escena maravillosa. Cuando volteé para ver a Sara, la vi dentro observándome, Ya había ocupado una mesa que exhibía un blanquísimo mantel. Sara pidió un zumo de naranja y un cruasán de chocolate chiquitito, y a mí le dije al camarero que me sirviese café con leche, tostada con mermelada y un cruasán relleno de quiso con laminas de almendra por encima. Yo tenía hambre porque durante el viaje no había comido nada. El desayuno resultó ideal, fue muy rápido, quizá yo no sentí el tiempo. Mientras  desayunábamos Sara me había contado ciertos episodios de su infancia, su teoría sobre la vida y su éxito en el trabajo. Me ha aparecido muy afortunada, claro, omitió cosas que se podían haber contado, la verdad yo quería hacerle muchas preguntas en ese momento, luego pensé que no era oportuno.

      A las nueve y media, Sara me dijo que necesitaba descansar unas horas antes de empezar su tarea. –sí, claro le dije, entonces pagué y salimos a buscar algún hotel cerca. Fuera el viento muy fuerte, había empezado a nevar, el mediterráneo tuvo un carácter violento, mucha mar, los barcos se balanceaban de un modo terrible, las olas se levantaban altas golpeándose con las rocas, Le susurré a Sara- ya saldrá el sol y se calmará el mar. Ella me observó con una sonrisa muy agradable. Apenas nos caminamos unos cincuenta metros, encontramos un hotel donde se instaló Sara y  yo me fue a buscar la casa del hombre que vendía su biblioteca.

      Ismael Bellí era un viejo judío con aspecto clásico, hablaba despacito, tenía una casa muy bonita que daba al mar, la había construido él mismo  en los años setenta, cuando aún todo era barato y no costaba nada, ni para construir un castillo. En los años setenta la gente era modesta, se contentaba con las mínimas cosas y comodidades para subsistir, pero contenta, había mucha tierra abandonada, y eran pocos los que aspiraban ser propietarios. La gente era generosa, tolerante, caritativa, prueba de ello es que hace un par de años mi abuela materna me había contado que en los años sesenta, un alcalde de un pueblo era amigo de mi difunto abuelo, ése le propuso que se hiciese dueño de un terreno bastante grande, casi más de cinco kilómetros cuadrados. Desgraciadamente, ¡mi abuelo que en paz descanse! Le había contestado literalmente “hombree…qué voy a hacer con ese terreno” que no le interesaba. ¿Es una estupidez, no? Pero en aquella época no era una idea estúpida. A mi perecer, la única explicación posible es que la vida era sencilla, no como ahora, todos deseamos fanáticamente tener mucho, todos pensamos igual cuando se trata de poseer, tener o ser dueño de algo. ¡Dios!, esto muestra hasta qué punto somos materialistas y egoístas, sí, somos absolutamente egoístas. En realidad me siento tremendamente irritado cando me pongo a reflexionar sobre esas malditas cosas de ese tipo.

      Bueno, llamé a la puerta tres veces y nadie me había contestado, la casa aparecía abandonada, pensé que no había nadie. Cuando ya me iba a marchar se abrió la puerta, y apareció ante mis ojos Ismael Bellí. Me preguntó si venía por la biblioteca, no le dejé terminar, -Sí, le interrumpí, -entonces pasa, me rogó. Entramos, abrí mis ojos y me encontré en un cementerio de los libros.  ………(suite)