jueves, 3 de diciembre de 2015

Itinerarios de Abdul

Farfán y sus delirios 


         Algo que siempre detesté es que me repitieran la misma historia. El asunto es que Frafán se empeñaba en que su vida se pareciera a la de los personajes de los libros de Marcel Proust que había leído, tenía una convicción profunda de que se identificaba con la mayoría de esos personajes de Proust. No sé cómo explicarlo, pero es que sus teorías me jodían. Bueno, mencionaré dos de esas teorías de las que me había hablado cada vez que se ponía ebrio. Decía que había algunos escritores que de tanto leer habían llegado a un estado “Crush”, y habían podido prever futuras vidas de muchas personas. Ésa era la primera, la segunda teoría era que esos escritores decidieron inventar nombres y lugares distintos para que la gente no se diera cuenta de que se trataba prácticamente de su vida real, y sencillamente pensara que es una identificación. Creía con orgullo que con la suya sucedía igual, debía estar encerrada en una de las novelas empolvadas de Proust que hasta ese momento no había podido descubrir. Sólo mis debilidades de intelectual podían permitirme la estupidez de tragarme esas ideas tan absurdas que habían capitalizado toda su mente de la noche a la mañana. La verdad empecé a preocuparme cuando vi que seguía creyendo en semejante cuento, y también le importaba que la gente le creyera. Era increíble, pero ¿quién iba a creer en argumentos que carecían absolutamente de lógica?. Hubo momentos en que pensé que a Farfán le estaba sucediendo lo mismo que a Don Quijote, y la única diferencia era que al hidalgo se le secó el cerebro y se había ido por los campos en busca de aventuras caballerescas, en cambio mi amigo disponía de un cerebro fresco, joven, y aun tenía mucho que aprender. Un día decidí desprenderme de mi soberbia de intelectual y admitir que, tal vez, yo podía estar equivocado respecto a esas situaciones tan exageradas que había creado Frafán. Bueno, empecé a leer mucho a Proust, leía, “Por el camino del Swan. A la sombra de las muchachas en flor. El tiempo recordado. En busca del tiempo perdido” y seguí leyendo y leyendo con la esperanza de poder creer en el chiste que se había inventado Farfán. Pero no sé si decir mala o buena suerte, porque en realidad lo que se me despertó fue otra cosa. Se me despertó una especie de inspiración de escribir un cuento sobre el propio Proust, y modificar completamente su vida de esas épocas del siglo XIX a una vida terriblemente antipática, actual, del siglo de mierda XXI.

         Un domingo llegó con una canaria chaparra, pelo oscuro y descomunalmente gorda. Saludaron y me dijo que era su novia, se confesó enamorado. Eso no me sorprendió nada, lo había visto enamorado decenas de veces, pero esa vez fue un caso aparte. Dudé de la veracidad de sus palabras, e incluso yo estaba seguro que había algo que escondía tras aquella aventura semi-amorosa. Pusieron la mesa, traían dos botellas de whisky y unos numerosos platos deliciosos. Había de todo, pescado, pavo, verdura, pasta. En fin, platos que uno debería comer antes de morir. Me invitaron a comer, al principio pensé que iba a haber invitados por la cantidad de comida revuelta que había sobre la mesa, luego me había dado cuenta de que no esperaban a nadie cuando La Chaparra empezó a comer desesperadamente, zampaba tanta comida como si llevara años sin comer. El asunto era bastante fuerte porque La tipa estaba sudando en su camiseta y tenía manchas de whisky en su ropa. La verdad me quedé estupefacto y empecé a tomar tragos más de la cuenta para no ver tanta realidad, pero la realidad crecía a gritos y era imposible no verla. ¡Dios. No podía ser! Quería salir de mi mente que buscaba explicaciones.


         Farfán me fue contando que se llamaba Rebeca, tenía treintaitantos años, era viuda y de Lanzarote. Se habían conocido en una cantina en Madrid. Me dijo que su difunto tenía un terreno agrícola de trescientas hectáreas y una granja de puercos. Un día estuvo arando su tierra con tractor, cuando el vehículo perdió estabilidad cayó y se le vino encima. Tres días después murió y todos sus bienes han pasado al poder de la mujer. Bueno, entendí que Farfán vio a Rebeca como una receta mágica para realizar sus proyectos. Escuchando a Farfán, sentí que nunca lo había conocido tan bien como en ese momento. Lo cierto es que no ignoraba que Farfán se buscaba siempre los métodos mas elaborados para convertirse en un imbécil burgués capitalista. O es que la gente se vuelve materialista muy rápido, o es que yo comprendo tarde que la vida exige ese cambio tan horripilante. Opté por adivinar que el dinero era el enlace e iba a ser el mismo desenlace de la historia de Rebeca y Farfán.
  • -¿Y ahora qué vas a hacer? Le pregunté.
  • -Nada, casarnos- me lo confesó con tanto optimismo, con una cara tan radiante de ilusión.
Agarré mis libros y me largué a mi cuartucho en busca de mi profunda santa madre de la paz.

         Cuando me gradué en letras, y como no había modo de graduarme en otra cosa que letras, empecé a tomar la vida con seriedad. La educación a la que fui sometido no me había permitido muchas opciones. Sobre todo con aquella rígida filosofía de mi padre que consistía en “arreglártelas”, de esa manera tan dura. En todo caso, la vida cuando quiere reventar a uno, lo revienta a inconsciencia; la educación es una ilusión, en el fondo todo es destruir. Lo que sí podría jurar es que no todos los caminos llegan a Roma como cree todo el mundo. El mío llega muy a menudo al pasado, y eso me hace hundirme irremediablemente en la angustia. En medio de esas benditas o malditas circunstancias me vi obligado a pensar en algo, a tratar de hallar soluciones a problemas que no me correspondían. Bueno, en el fondo tal vez no había nacido para ser feliz, eso llegué a creer muchas veces porque la vida no dejaba de darme la espalda. Ahora que estoy redactando este capítulo, siento un dolor que me parte el alma, me convertí en el depositario de la historia más amarga y melancólica jamás leída. Intento no recordar situaciones tan exageradas que había vivido pero de repente se me deslizan sin querer. Desde ahora prometo no separar los tiempos, poniendo en orden mis recuerdos, es difícil, pero no me queda más remedio que hacerlo porque mi sobrina me había reclamado completar el cuento de Leila. Bueno, estaba en que Leila me mandó tres cartas, en la última se me hizo extraño no haberme hablado de su regreso, el asunto me inquietó bastante, yo era capaz de cualquier cosa con tal de que ella regresara cuanto antes posible. Sólo pensar que iba a quedarse unos días más en Londres me causaba espanto. Así fueron las cosas, en efecto, se había ido toda la semana y se habían ido mis noches de insomnio y ella aun no había regresado. Una tarde subiendo a mi piso me dijo el portero que la dueña iba a restaurar el edificio. Entonces me había mudado a otro departamento, y fui sacando mis cosas una tras otra a lo largo de varios días. En mi nuevo piso se había abierto una nueva ventana de mi historia y eso era lo peor........




sábado, 31 de octubre de 2015

Itinerarios de Abdul 

Entre tragos y cartas de Leila



         Media hora después, ya estábamos en su departamento que olía a licor. Farfán insistió en que nos deprimiéramos los dos juntos, que después de un duchazo me contó que Lamy le había dejado y se fue con un deportista, me contó la desilusión tan grande que se había llevado con Lamy. Me abrazaba y se bañó en lágrimas, sentía que se le iba a caer el corazón, en medio de tanta tristeza estaba bebiendo demasiado. Entonces comprendí que empezó de nuevo el horrible calvario de quejas y lamentos. Supe que esa noche la cosa no iba a parar bien. Lamy era la quinta novia que lo dejaba. Mirando hacia el techo me dijo que en ella había depositado toda la confianza que él era capaz de dar en el mundo, sin Lamy su vida era una mierda, y deseaba suicidarse aunque en sus ojos se notaba que se moría por ganas de vivir. Le palmeé el hombro tratando de calmarlo fue cuando chilló que las mujeres eran lo peor que podía existir. Yo sabía que Frafán necesitaba desahogarse y contarle a alguien lo que le estaba sucediendo, pero yo empecé a cansarme, entonces agarré un lápiz y papel y le sugerí que escribiera de una vez por todas todo lo que sentía.

         Viví dos semanas con Farfán, le ayudé a superar sus dolores. Hemos devorado muchos libros, escribí varios textos, bebía poco y leía mucho. Yo metido en el mutismo leyendo las cartas que me mandaba Leila y él abrazando la botella de whisky danzaba locamente y cantaba. Era su manera de levantarse el ánimo. En todo caso, Farfán volvió a su vida normal, y yo volví a ser yo también. Una noche me habló de sus proyectos y del negocio en el que quería invertir el dinero que le concedieron tras haber sido ganador finalista del premio literario. Dijo que primero quería cambiar su coche por una furgoneta grande, usarla como transporte turístico, y segundo era construir una pequeña imprenta. Dijo que la vida de un maestro era una mierda, nunca llegaba a fin de mes con los centavos que le daban, y decidió abandonar la enseñanza de una vez por todas. Me dijo que si no le salían bien las cosas, se iría a vivir a Canadá. Lo que yo seguía ignorando era de dónde iba sacar el dinero suficiente para todo aquello, pero nunca le hice la pregunta.


         El otoño no tardaba en acabarse y yo contaba los días porque Leila tenía programado llegar a fines de noviembre. Lo que me importaba era volver a ver a Leila y anunciarle que la vida sin ella era un total disparate, una vida llena de dificultades, veía su mirada por todas partes y perdía el control, pedirle que me prometiera no volver a dejarme solo. Claro, era una locura ni yo mismo podía entender porque no había base material en que apoyarme. No fui con Leila a Londres y ése era mi error. La primera carta que me mandó, en ella contaba que se encontraba excesivamente contenta, citó los lugares que había visitado y los libros que había comprado para mí, me relató detalladamente cómo iban sus actividades y las salidas con sus padres. Mientras leía su carta, en el fondo le perdoné mil veces esos detalles que no habíamos compartido. Le perdoné esas caminatas que hizo lejos de mí, le perdoné las cosas de las que no pudo acordarse, le perdoné hasta las cosas que indudablemente omitió. Todas las mujeres, y por más sinceras que fueran siempre tienen cosas que omitir.............







jueves, 29 de octubre de 2015



Itinerarios de Abdul

No debí haber llegado


         En efecto, el día que viajó Leila entré en crisis; debo dejar claro que la ausencia de Leila produjo en mí una melancolía terrible, era como el monte Everest al que llegaban muy pocos aventureros. No quiero justificar mi hipersensibilidad, el caso es prácticamente emocional, sin embargo no es como piensan ustedes. Tal vez se preguntan ¿por qué diablos cuento esto?, cosa que no me inquietará sabiendo que la curiosidad corre en la sangre humana. Bueno, nunca llegué y cuando llegué al aeropuerto el avión ya había despegado. Llegué con ganas de decirle un montón de cosas que nunca me atreví enunciar, llegué con ánimos e hipérboles que era inútil sacarlas del vacío. No debí haber llegado nunca. La idea de una nueva pérdida me atormentaba, el aeropuerto se convirtió en una isla desconocida. Quise maldecir el tiempo, el aeropuerto, el avión, maldecir todas las cosas que formaban parte de aquella conspiración, pero maldecir no aliviaba mi dolor. El asunto se parecía enormemente a la agonía que vi en los ojos de mi abuela cuando moría de una forma espantosa. Qué estrecho es el mundo! Yo aún tenía catorce años, mi abuela tosiendo y a duras penas respiraba, guardaba cama cerca de una ventana grande que daba a la calle principal, las ventanas estaban abiertas de par en par porque el médico decidió que eso era lo mejor. Esa escena nunca me abandonó a lo largo de otros catorce años y constantemente se me venía a la mente. Nunca entendí por qué las cosas se me complicaban a ultimo momento cada vez que quería llegar, y todos los que aparecían pronto desaparecían de mi vida.

         Ya había empezado a volverme loco cuando elaboré tanto optimismo que no me sirvió en mis noches de insomnio, En realidad, me producía tanto pánico y sudor en el cuello recordar cuando estaba en el aeropuerto con las manos en los bolsillos parado ante el túnel contemplando tristemente a los pasajeros empujando con dificultad sus maletas, y a medida que el avión se elevaba sobre gigantescas nubes yo me hundía en océanos de abismo. Confieso que todavía no sé cómo en poco tiempo llegué a tomarle cariño aunque la verdad es que me costó mucho trabajo. Diez menos quince: salí del aeropuerto sin saber a donde ir, regresar a casa era aun más duro. Diez menos diez: cogí un taxi, llovía fuerte. Diez menos tres: el taxi paró en el primer semáforo, bajé el vidrio de la ventana, soplaba un viento muy frío. Diez y veinte: llegué al centro y entré en un bar, creo era Bushi, de los modernos pero tranquilo. Avancé cabizbajo, y avancé más, hubiera continuado avanzando hasta la trastienda y salir por ahí, pero una voz logró sacarme del silencio. Terminé sentado en una mesa al fondo, ordené una botella de whisky y me metí un par de tragos, la acabé rápido y pedí que me pusieran otra. Pronto el asunto llegó a su clímax, no sé, pero se me ocurrió infiltrarme de mirón entre las chicas que bailaban, a ver si encontraba a Leila y rogarle morirme en sus brazos. Fue cuando empecé a recitar en público versos de Luis de Góngora, versos románticos del Quijote, también recité a gritos unos de Pedro de Padilla, Luis Barahona de Soto y Carlos Boyls. Todos los que estaban bailando se detuvieron y empezaron a rodearme y escucharme. A medida que recitaba más me rodeaban. Me embargó una pésima pena cuando llegué al último romance, y poco a poco se fue transformando y no pude contener mis lágrimas. Me tiré al suelo y rompí llorando en medio del bar.




En llorar conviertan
Mis ojos, de hoy más,
El sabroso oficio
Del dulce mirar,
Pues que no se pueden
Mejor ocupar,
Yéndose a la guerra
Quien era mi paz”


        El público se conmovió tanto, sobre todo las chicas. Vi un mar de lágrimas brotaba de sus ojos, dos muchachas salieron a recogerme, y comprendí que aquello tenía que terminar. Francamente eran muy atractivas, me propusieron trago, dudé, si aceptar o negar, porque sentía una necesidad impresionante de estar solo y al mismo tiempo de que alguien supiera que estaba sufriendo. Opté por aceptar y deseé que ambas fueran Leila por si se marchara una, otra se quedara conmigo. Con el último trago me levanté, iba al servicio a pegar una meada pero por el camino me topé con Farfán.................
 

                                                                 
    
                                                                                                  

                                                                        

martes, 20 de octubre de 2015

     
Itinerarios de Abdul

Nunca he llegado  


      -No puedo, de verdad no puedo, Leila. Tal vez antes podría si me lo hubieses dicho en su momento. ¡Lo siento!  Ahora no puedo. Le decía desconcertado. En este momento bajaron sus padres. Un hombre gordo, con un espíritu donjuanesco, tenía una barriga abultada, una gorra negra, los gestos y la postura demostraban una extrema petulancia. con unos pasos firmes se me figuraba un tipo que apostaba por cualquier partida. Su padre me hizo acordarme de un profesor que me enseñaba historia cunado aún estudiaba en la preparatoria. Bueno, éste creía que explicando la primera y la segunda guerras mundiales estaba haciendo un descubrimiento y le gustaba que le aplaudiéramos, tenía una vanidad bastante pueril y quería satisfacerla de cualquier manera aunque fuese por un falso asombro que veía en el rostro de mis condiscípulos. La mujer era corpulenta, bajita, elegante, parecía que andaba un poco fastidiada, la sonrisa se desvaneció en una apretada línea recta, sus labios dibujaban una expresión de angustia, y su pecho se levantaba hacia arriba cuando respiraba profundamente. Leila volteó a mirarlos con un movimiento lento. Les saludé, y ellos insistieron en no darse cuenta y atravesaron la amplia sala hasta que llegaron a un mueble bastante grande y rojo, supongo que era un sofá estilo imperio. De pronto la mujer sacudió su cabeza para arrojar unos mechones rubios hacia atrás porque tenía ambas manos apoyadas en las caderas, permaneció de pie exhausta de energía mientras me miraba con ojos brillantes. A decir verdad, en ese momento no sabía si de ellos brotaba odio o desprecio. Bueno, Leila me presentó teniendo cierta ilusión por la reacción de sus padres, y creía que al decirles que yo era escritor me profesarían afecto o les importaría tanto; pero se engañó, no fue así. El señor era un diputado, un político de esos latosos que se pasaban la vida defendiendo sofismas y falsedades. Era imposible que aquel hombre tuviera alguna pasión literaria; y menos por textos con un lenguaje medio filosófico y medio literario.  

-¿Qué escribe usted?- me preguntó sarcásticamente mientras abría los botones del traje gris que llevaba. Me quedé un poco perplejo y cariacontecido porque me sorprendió su pregunta.

-Historias, cuentos cortos, y escribo sobre cosas que me inspiran- le contesté. Y él mostró una risa burlesca. Su risa me produjo una mala impresión. No había necesidad de  explicar el motivo de su risa. Era bastante claro que la concepción literaria del mundo y de la sociedad, para él no existía. Fue la primera vez  que sentí que yo no disponía del mérito real de tener condiciones de literato. Su risa malintencionada me hizo recelar de mi talento verbal. En ese momento entró una sirvienta flaca, nariz afilada, ojos negros, pelo castaño, los labios finos, su apariencia sonriente le daba un carácter más femenino, nos sirvió unas tazas de café y desapareció. Entonces empecé a hablar de una manera elocuente y exaltada, hablé de la literatura y sociedad, y de novelas universales, escritores clásicos y contemporáneos. Exponía mis ideas acerca la lectura de los libros y el cambio que podrían producir en los pueblos. A lo que él me respondió con vanidad que cualquier cambio debería realizarse por procedimiento político. Para él la literatura era algo artificial y fuera de la naturaleza, afirmando que la política ponía el orden social, cosa que con literatura no podría realizarse. Realmente yo no tenía humor de defender lo que creía, era una conversación inútil. Leila estaba muy emocionada, su madre nos miraba aburrida como si quisiera detener de una vez aquella controversia que había iniciado con una pregunta muy tonta. - Recuerde usted que la inmoralidad predomina la política- le dije, y con esto me despedí.

         Ya eran las siete de la tarde, hacía un frío intenso.-¿A dónde iría?- me dije. Tardé un par de segundos antes de decidir dirigirme hacia la librería de Benidol; ésta queda al sur de la ciudad, bastante lejos por lo que supondría coger un taxi o el metro, además estaba lloviendo,y me faltaban fuerzas para caminar cuarenta minutos. Bueno, caminé un poco mirando a la derecha e izquierda a ver si aparecía un coche. Andaba bien abrigado, pero el frío me mordía la cara y acababa con mis carrasperas, el frío me mata, el calor me mata, la humedad me mata, Dios! todo mata en este mundo, corremos el riesgo de morir en cualquier momento. Qué desastre! De pronto apareció un taxi, le señalé y se detuvo. Una vez  llegué a la librería el viejo Edwin estuvo esperándome desesperado. -Has tardado, iba a cerrar- exclamó él. No contesté, -Aquí tienes los libros que habías solicitado la semana pasada, revísalos bien-. me dijo. -Por cierto, falta Los Miserables, de Victor Hugo, éste aún no me lo mandaron- añadió.- te sirvo un café? me invitó. -No, gracias, tengo prisa.  Me puse a examinar el paquete, leyendo títulos y tachaba en la lista. Bien, ser un lector exige perseverancia y disciplina- dije. le pagué y regresé a casa. 

      Me despertó un mensaje de Leila. Sentía un dolor de cabeza acompañado de unas ganas horribles de volverme a dormir. Leila partiría con sus padres a Londres, y quería verme antes de viajar. Miré el reloj, Dios! Media hora más para la partida. volví a leer el mensaje, y me poseyó un miedo ingobernable, era preciso actuar con rapidez, ni un minuto que perder. Inmediatamente me puse de pie, y empecé a vestirme para no llegar tarde. Salí corriendo de casa como si mi vida dependiera de aquel mensaje. Era triste la atmósfera en la calle, corrí y corrí como nunca en mi vida..........






jueves, 18 de julio de 2013

Itinerarios de Abdul 


Mi primer encuentro con Leyla


     ....Mientras hacía el equipaje, se me vinieron a la mente unos recuerdos me deprimieron un poco. Cerré la puerta, eché la llave  al bolsillo, y me salí. No se oía pasar ningún coche, hasta la calle estaba deprimente. No me acordaba exactamente de qué hora era, pero debían ser las dos de la madrugada. Como ya era muy tarde para encontrar un taxi, decidí ir andando hasta la estación. Hacía un calor sofocante.
      
         Cuando llegué a la estación, y por suerte, el tren estaba por salir, no tuve que esperar ni un minuto, apenas pude comprar mi billete y  subí a un vagón que iba prácticamente vacío, las ventanas estaban oscuras. Me dejé  mecer por el movimiento del tren y me adormecí deseando encontrarme a la orilla del mar o en algún pueblecito pequeño, retraído, de esos antiguos caserones de piedra pintados de azul donde uno podría encontrar unos grabados pálidos que representan arte prerrománico o primitivas  batallas del siglo V, las colinas tan verdes y la tierra tan roja hacen un contraste agradable a la vista. Les reconozco que doy una importancia extraordinaria a estos detalles sencillos de mi supuesto mundo.
      
         Abriendo los ojos, miré detenidamente a un señor sentado frente a mí, un hombre moreno, erguido el busto, ojos grandes, su mirada era cruel, con trazas de minero, pero la imagen reflejada presentaba un aspecto militar. Acompañado de una vieja cuyo cabello cubierto con un pañuelo  descolorado lo que producía una impresión de tristeza. Debían de haber subido al tren cuando yo estaba durmiendo, y se instalaron en el mismo vagón que yo ocupaba. Cuando viajo en tren es un fastidio compartir el carruaje con otros viajeros, me gusta ir solo, no sé por qué, y no tengo ganas de contarles la historia de mi vida, pero lo que quiero decir es que ir en un vagón abarrotado de viajeros significa la falta de confort, es lo más desagradable que hay. Además, esos trenes de líneas secundarias avanzan con una lentitud más propia de caracol. De pronto el hombre sacó una caja de tabaco de la maleta que tenía en medio del pasillo, entonces se encendió un cigarrillo y se puso a fumar, aspiraba el humo y lo tragaba con ansia como suelen hacer los protagonistas de las películas de convoy. En ese momento llegó el revisor a pedir el billete, sacudió la portezuela, al entrar se tropezó con la maleta y  dijo secamente  con un tono de fastidio, -Señor, ¡por favor, apague!, en este vagón no se puede fumar- La verdad, el olor era horrible, no se sabía si se fumaba o se suicidaba. En el fondo deseé cerrar mis ojos y volver a abrirlos y no ver a ese hombre plantado ahí, -¡Qué  demonios!- dije.
        
         El tren se detuvo en una estación, la vieja se levantó penosamente, guiñando los ojos, la apoyó él y bajaron silenciosamente. A través de  la ventana se divisaba un grupo de personas esperando, tras de ellos estaban los mozos de las maletas, otros apilaban maletas de cuero sobre un coche tan estupendo que debía costar mucho dinero, desde su interior aparecía una dama burgués que se maquillaba, y ajustando sus guantes se alejó el coche. Reflexionando, el mundo me parecía muy extraño y con mucha discordancia.
      
         En el instante en que el tren iba a ponerse en marcha, se abrió la puerta, una joven entró, con los cabellos echados hacia atrás, y su traje blanco. No pude disimular una exclamación de asombro y admiración. Le ayudé a poner su cofre en su sitio. Amablemente dijo-Gracias- y se sentó a mi lado. Debía tener como veintiséis años, y era muy guapa. De verdad no soy tenorio, pero me encantan las mujeres. Como decía, íbamos sentados uno al lado del otro, cuando de pronto me dijo –Perdona, ¿no es usted que tuvo una entrevista en la televisión hace un par de días? – yo iba leyendo un libro. –Sí, le dije mirando la revista que tenía en sus encantadoras manos. -¿Es escritor?-me preguntó. Tenía una voz muy bonita, de esas que suenan pasmosamente por teléfono. –Sí- le dije


           -¡Qué casualidad! Soy Leyla, dijo la joven mientras me miraba sonriendo, pero sin cursilería, se le notaba que estaba muy emocionada. -Encantado- le respondí, no me presenté, claro, puesto que había visto la entrevista. La verdad, era de lo más agradable. Me hizo algunas preguntas seguidas sobre lo que escribía, después de aquello ya no hablamos mucho, yo reabrí el libro y empecé a leer, y ella se puso a contemplar por la ventana ¡Cuán grande era el campo! No se distinguía casucha alguna a todo lo largo que alcanzaba la vista…




sábado, 8 de diciembre de 2012

Alma en pena 

         Le entregué la carta, antes de terminar la lectura, la rompió en pedazos, se dio vuelta y los fue echando por la calle. Sentí que me faltaba el aire, vacilé unos momentos, hacía un frío terrible, me  metí en el primer coche que encontré. A veces me reprochan mi comportamiento frío y distante. Es cierto, pero yo nunca le he buscado respuesta a esto, lógicamente, porque no me veo sociopático. Bueno, llegué a casa y sin pensarlo mucho me decidí hacer la maleta y viajar

         No sé cómo fue mi viaje, no confío plenamente en mi memoria, temo que me vaya a traicionar… ¿Qué quedaría de mí sin recuerdos?  Bueno, desde la proa del barco observaba el tumulto de la marea, y a medida que se alejaba la nave con un ritmo vertiginoso, comenzaron a encenderse las luces de la ciudad y el tráfico se convirtió en un ambiente bohemio.  Sobre una especie de cadena de hierro, en forma de roca,  cubierta con unos trapos descoloridos, me senté y  apoyé la espalda  contra el mástil, le escribí una carta a Dania, rodeado de instrumentos marítimos, no sé cómo me nacieron las palabras. En todo caso la carta empezó así: 
         
         Comarit, a 11 millas de la costa, navegando sobre 30 nudos

Como una llama delante de mis ojos quedó la imagen desgarradora de la carta que usted  rompió en pedazos, esparcidos por el suelo… Yo estaba convencido de que usted comprendería mis condiciones, sin embargo, resulta que me tiene por un hombre falso. Ahora, que le escribo esta carta trato de hallar una razón que sea lógica para justificar su actitud que me confunde. Eso no tiene motivo serio de existir, pero existe. Es triste marcharse sin darme siquiera una explicación, pero más triste no saber adónde nos llevarán los momentos decisivos que estamos viviendo, todo aquello que alguna vez fue motivo de comunión entre ambos ya nos está abandonando, abriendo en mi espíritu un hueco, una amarga sensación de angustia. El sentimiento de vacio comienza  cuando las cosas compartidas ya no dispensan aquella sensación de estar reunidos en un mismo anhelo.
         Con esto, creo haber expresado algo de lo que siente un hombre que se halla en un estado moral triste y lamentable”.
                                                      Abdul, alma en pena   
          

         Ya en plena mar, soplaba una fresca brisa, nos empujaba un viento favorable, nuestra velocidad era mayor. Ante mis ojos se ofrecía el romántico espectáculo del aflasto iba cortando las aguas del mar. El barco era  grande, mercantil, por primera vez pude darme cuenta, realmente, de la manera cómo se llevaba el trabajo en el barco, cada cual sabía perfectamente su puesto y sus obligaciones, las obras se hacían disciplinadamente y con mayor seguridad, todo se hacía en medio de un alboroto incesante; el ir y venir de la tripulación me cansaba, yo no estaba acostumbrado a aquel ambiente. Busqué un sitio donde refugiarme de la humedad que me afectaba mucho. De suerte un marinero estaba de guardia me vio escribiendo al pie del mástel, me pidió hacerle unas líneas para su familia, el viejo debió de haber permanecido  meses navegando sin regresar a su casa. Hablando trabé especial amistad con aquel hombre, cuya conversación me fue extremadamente provechosa, llevaba en su cabeza un verdadero libro de anécdotas. Al caer la tarde, justo cuando por fin hubo concluido su turno de vigilancia, me convidó a tomar un café en el bufé de los marineros, ahí fue donde me había contado su historia y cómo se lanzó a  la vida marinera.




sábado, 27 de octubre de 2012

Lo que no puedo



         A las altas horas de la noche llegué a casa y me metí en la cama. Apenas pude conciliar el sueño, y a cada paso me despertaba soñando con que me encontraba encima de una losa rodeado por un sinfín de fantasmas, me hacían caras; miradas con ojos ictéricos   y gestos extraños que yo no sabía especificar, quizás expresaban desdén. Me entró un miedo que me paralizaba. Aquellas señales   me dieron muy malas espinas en el corazón confundiendo una impresión de gravedad inusitada  con otras impresiones lejanas. Por la mañana me levanté y no quise salir de casa. Desayuné y estuve en mi cuarto leyendo. Aquel día no hizo más que llover.  La soledad me ha ido llevando al puerto, los libros que suelen estar encima de mi mesa cuando escribo son testigo de que no he caído en el lazo de creer  que la época de la juventud es sólo para divertirse y andar suelto por todas parte; son testigos de que mi juventud tiene una limitación. Algunas personas me preguntan- ¿Por qué esa necesidad de ponerte la limitación?- a lo que les contesto que no quiero que mi juventud sea una broma como les pasa a muchos, cuando llegan a la vejez se dan cuenta de que la habían vivido como una broma.

         He intentado varias veces ser como otros y no pude, hacer como los demás y no pude, hablar como ellos pero al último  no me atreví. Así es la vida, no hay la posibilidad de vivir dos destinos a la vez. Hubiera sido más triste siguiendo otro camino.  No tengo nada contra la gente, pero me fastidia ver las calles, las cafeterías, restaurantes, cines y  autobuses repletos de multitudes de gentes y las bibliotecas abandonadas- ¿Cuándo fue la última vez que fuiste a una biblioteca?  Cualquiera necesita darse un espacio de algunos minutos para pensarlo. Tengo un amigo en la biblioteca nacional, siempre voy por ahí y le pido una lista de los nuevos libros, me dice que han dejado de comprar libros porque la gente no ha vuelto a frecuentar mucho la biblioteca como antes. Me produjo cierta melancolía verla empolvada, abandonada, parece que llora por dentro. Salí de ahí y fui paseando, en medio de la calle me paré pensando en lo que ocurría, me dio una impresión de la continuidad de la vida y el acabamiento de aquella biblioteca. 





miércoles, 30 de mayo de 2012

Aventuras de Chavalote XIX


Decimonoveno capítulo: Chavalote y las sospechas pueriles

         Encendió un cigarrillo, lo chupó, contempló unos instantes el jardín, los tejados, el cielo, tiró las cenizas, cruzó sus dedos, ajustó su camisa dentro del pantalón, se pasó la lengua por los labios y entró a la casa. Inés y doña Dolores aún, todavía no han llegado. Se dejó caer en el sofá. Chavalote no pudo destruir para siempre una de las realidades más delicadas de sus vicios, pudo renunciar a la cantidad de botellas que se tomaba diariamente, pero no le convino desprenderse de sus visitas a Danto y las copas que éste le servía. Sintió algo grueso debajo del cojín, movió el cojín y halló un libro, era en francés, miró con atención la portada del libro, el diseño y el título. Chavalote nunca leyó algo en francés, abrió el libro y ahí encontró una foto de Inés con un hombre, pero, cogidos del brazo en la entrada de uno de los hoteles de Paris. Era alto, corpulento, rubio,  pelo amarillo, cara redonda, ojos claros, nariz aguileña y orejas pequeñas, llevaba un traje negro y moderno, en la mano izquierda tenía un reloj de lujo que proyectaba unos rayos suaves de luz. El hombre debió de ser parisiense, precisamente de la clase media porque su rostro inspiraba cortesía, moderación y chulería, pero muy atractivo para perturbar la fantasía de las mujeres. Inés aparecía muy preciosa, muy acaramelada, con un vestido de terciopelo lucía como unas rusas que posaban de forma tan atrevida en la portada de revistas de moda.

         Aquella tarde, Chavalote no recordó si había bebido, ni si estuvo en la taberna, cayó bruscamente en un silencio y sintió que su corazón le pesaba más que en otro tiempo, le sacudió una especie de escalofrío y le poseyeron unos celos inexplicables. Su asombro fue enteramente mudo al ver a Inés a lado de este hombre francés. Otra vez, Chavalote se sintió insignificante, que vivía al margen de la historia debido a la baja autoestima que le produjo la foto, pero, si era ésta la causa ¿cómo se explicaría la razón de estos sentimientos? y ¿cómo podría explicar algo de lo que él mismo no tenía idea? A veces es difícil entender lo que se siente o explicar lo que se siente y no se entiende, e incluso cuando uno carece de experiencia como el caso de Chavalote.

         Bueno, cuando volteó la foto, a Chavalote se le agrandaron los ojos. Estaba escrito un soneto cuyas rimas especulares que daban al poema un rasgo de perfección. Firmado por el propio autor: Gilbert Castle. Durante los meses del primer año que estuvo Inés impartiendo clases en San Sebastián, sucedió que recibió una invitación a un evento que se celebró en la universidad de parís I Pantheón-Sorbonne, ahí, ella se reunió por primera vez con poetas y escritores franceses para hablar de literatura y los nuevos senderos de la literatura juvenil, pues ahí conoció a Gilbert. Él era maestro de filología clásica y escribía en el diario de París, había publicado dos o tres libros de cuentos y una narrativa que le llevó al escenario de los conocidos dejando atrás a sus colegas escritores incógnitos.

          Leyó el poema sin pestañear, afortunadamente no eran versos de amor, todos los detalles del poema indicaban que no era de amor, eran palabras que comunicaban amistad y simpatía, tal vez Gilbert Castle quería expresarle a Inés  la afición y profesión que ambos tenían en común. Sin embargo, nada pudo amansar la inquietud de Chavalote porque el hecho de verlos cogidos del bracete despertó en él mil y una sospechas de pensar que había una relación entre los dos. No diría de noviazgo, ni amores, sino algo más allá de lo que se podría pensar en un estado de perplejidad. Llegó a trazarse un itinerario sin sentido. En todo caso el asunto no le quedó muy claro. De pronto se escuchó las llaves se insertaban en la cerradura de la puerta, advirtió la llegada de Inés y doña Dolores. Cerró torpemente el libro, y lo volvió a meter debajo del cojín.