jueves, 18 de julio de 2013

Itinerarios de Abdul 


Mi primer encuentro con Leyla


     ....Mientras hacía el equipaje, se me vinieron a la mente unos recuerdos me deprimieron un poco. Cerré la puerta, eché la llave  al bolsillo, y me salí. No se oía pasar ningún coche, hasta la calle estaba deprimente. No me acordaba exactamente de qué hora era, pero debían ser las dos de la madrugada. Como ya era muy tarde para encontrar un taxi, decidí ir andando hasta la estación. Hacía un calor sofocante.
      
         Cuando llegué a la estación, y por suerte, el tren estaba por salir, no tuve que esperar ni un minuto, apenas pude comprar mi billete y  subí a un vagón que iba prácticamente vacío, las ventanas estaban oscuras. Me dejé  mecer por el movimiento del tren y me adormecí deseando encontrarme a la orilla del mar o en algún pueblecito pequeño, retraído, de esos antiguos caserones de piedra pintados de azul donde uno podría encontrar unos grabados pálidos que representan arte prerrománico o primitivas  batallas del siglo V, las colinas tan verdes y la tierra tan roja hacen un contraste agradable a la vista. Les reconozco que doy una importancia extraordinaria a estos detalles sencillos de mi supuesto mundo.
      
         Abriendo los ojos, miré detenidamente a un señor sentado frente a mí, un hombre moreno, erguido el busto, ojos grandes, su mirada era cruel, con trazas de minero, pero la imagen reflejada presentaba un aspecto militar. Acompañado de una vieja cuyo cabello cubierto con un pañuelo  descolorado lo que producía una impresión de tristeza. Debían de haber subido al tren cuando yo estaba durmiendo, y se instalaron en el mismo vagón que yo ocupaba. Cuando viajo en tren es un fastidio compartir el carruaje con otros viajeros, me gusta ir solo, no sé por qué, y no tengo ganas de contarles la historia de mi vida, pero lo que quiero decir es que ir en un vagón abarrotado de viajeros significa la falta de confort, es lo más desagradable que hay. Además, esos trenes de líneas secundarias avanzan con una lentitud más propia de caracol. De pronto el hombre sacó una caja de tabaco de la maleta que tenía en medio del pasillo, entonces se encendió un cigarrillo y se puso a fumar, aspiraba el humo y lo tragaba con ansia como suelen hacer los protagonistas de las películas de convoy. En ese momento llegó el revisor a pedir el billete, sacudió la portezuela, al entrar se tropezó con la maleta y  dijo secamente  con un tono de fastidio, -Señor, ¡por favor, apague!, en este vagón no se puede fumar- La verdad, el olor era horrible, no se sabía si se fumaba o se suicidaba. En el fondo deseé cerrar mis ojos y volver a abrirlos y no ver a ese hombre plantado ahí, -¡Qué  demonios!- dije.
        
         El tren se detuvo en una estación, la vieja se levantó penosamente, guiñando los ojos, la apoyó él y bajaron silenciosamente. A través de  la ventana se divisaba un grupo de personas esperando, tras de ellos estaban los mozos de las maletas, otros apilaban maletas de cuero sobre un coche tan estupendo que debía costar mucho dinero, desde su interior aparecía una dama burgués que se maquillaba, y ajustando sus guantes se alejó el coche. Reflexionando, el mundo me parecía muy extraño y con mucha discordancia.
      
         En el instante en que el tren iba a ponerse en marcha, se abrió la puerta, una joven entró, con los cabellos echados hacia atrás, y su traje blanco. No pude disimular una exclamación de asombro y admiración. Le ayudé a poner su cofre en su sitio. Amablemente dijo-Gracias- y se sentó a mi lado. Debía tener como veintiséis años, y era muy guapa. De verdad no soy tenorio, pero me encantan las mujeres. Como decía, íbamos sentados uno al lado del otro, cuando de pronto me dijo –Perdona, ¿no es usted que tuvo una entrevista en la televisión hace un par de días? – yo iba leyendo un libro. –Sí, le dije mirando la revista que tenía en sus encantadoras manos. -¿Es escritor?-me preguntó. Tenía una voz muy bonita, de esas que suenan pasmosamente por teléfono. –Sí- le dije


           -¡Qué casualidad! Soy Leyla, dijo la joven mientras me miraba sonriendo, pero sin cursilería, se le notaba que estaba muy emocionada. -Encantado- le respondí, no me presenté, claro, puesto que había visto la entrevista. La verdad, era de lo más agradable. Me hizo algunas preguntas seguidas sobre lo que escribía, después de aquello ya no hablamos mucho, yo reabrí el libro y empecé a leer, y ella se puso a contemplar por la ventana ¡Cuán grande era el campo! No se distinguía casucha alguna a todo lo largo que alcanzaba la vista…