viernes, 23 de marzo de 2012

Itinerarios de Abdul II


Segundo capítulo: Itinerarios de Abdul

         Recibí una llamada de Dania diciéndome que nos viésemos cuanto antes, dijo que necesitaba comunicarme algo que no esperaba, eso me preocupó bastante. Era un día de invierno, un frío terrible me besaba el rostro, el cielo estaba gris, caía una lluvia menuda, salí de la universidad y me iba para mi casa. Ese día yo estaba triste, en el fondo sentía una melancolía que me hería como una espina, afortunadamente, soplaba un aire que me despejó el alma y comencé a dar unos pasos rápidos para calentarme. No soy enérgico, el frío me mata y el calor me afloja y cansa, soy débil, desde pequeño siempre me llamaban El de poca salud. Recuerdo, antes de que me llamase Dania, revisé el correo y encontré un mensaje suyo en que me decía que me extrañaba mucho y que se hallaba muy mal e inquieta. Bueno, supuse que por mí, que quería volver a verme, por amor a mí, claro. En realidad, odio las sorpresas, odio todas las cosas que me salen repentinamente, me perturban, me hacen perder el control. Llegué a casa y me eché en mi cuarto, pensaba y andaba como un loco, de la derecha a la izquierda, no quise acostarme; sabía perfectamente que no se me cerraban los ojos. Saqué un libro de mi estantería para distraerme, era de Balzac, pero no  entendía nada de lo que leía. Comprendí que no podía y me senté en mi escritorio a terminar un artículo que había empezado a escribir el día anterior; era un artículo sobre el pesimismo social….
       
          Me puse un abrigo de cuero negro y salí. En la esquina de la calle, justo antes de entrar en la avenida Mauritos, me crucé con el cartero, me saludó y me entregó una carta, nunca tuve esa impresión de simpatizarme con los carteros, siempre los veía como monstruos, cosa inexplicable, ni yo mismo me la podía explicar. Caminé dos kilómetros, y por cualquier sitio que paseaba me paraba a contemplar; no es que me gustase contemplar, esa costumbre la adquirí desde que era aún niño, cosa me sucedía mucho, siempre andaba distraído. Cuando acompañaba  a mi madre al mercado, mientras ella hacía compras yo me quedaba parado ante algún sitio viendo los dibujos, los colores, intentando entender aquellos signos que expresaban montones de cosas que yo en aquel entonces ignoraba, ¡Dios bendiga las madres! la pobre siempre tenía que buscarme, preguntar al personal y a la gente si habían visto a un niño flaco, rubio, ojos azules, de siete años, esos eran los datos que podían identificar mi figura. 
         Entré a una cafetería, el camarero me sirvió una taza de té caliente con menta. Afuera el ir y venir de la gente mareaba la vista y cansaba los ojos. Dentro había un pianista que tocaba una melodía clásica, una pareja escuchaba emocionalmente con manos cruzadas, unos charlaban sobre asuntos políticos, parecía que ni se daban cuenta del esfuerzo que hacían los dedos del pianista para animar el ambiente. Saqué la carta, me puse a leer y ahí fue lo inesperado.

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