Cuarto capítulo: Itinerarios de Abdul
Salí de la cafetería, el clima estaba calumniado aquella tarde, el viento silbaba y daba alaridos. Cogí un taxi, le dije que me llevara a la clínica Avecina. La carta me ha entristecido bastante, era como una tempestad serena, me agitó en el fondo y me sentí un poco culpable por la desgracia de Lina, la hermana de Dania. A medida que avanzaba el coche, yo buscaba entender la lógica de este mundo, y pensé que la vida a veces da a cada uno lo que merece, y otras veces no. Miraba los edificios tan altos, carteles rojos, blancos, paneles, todo tenía forma vertical, civilización de alturas. Las ciudades empezaron a carecer de la vida verdaderamente social. Cosa desagradable, pensé.
Llegué a la clínica, pasé por un gran portal eléctrico, en la recepción había una enfermera rubia, elegante, labios pintados, con un uniforme blanco, estaba distraída con unos informes, le dije el nombre del paciente, esperé unos segundos mientras ella consultaba su equipo informático, luego me contestó sonrientemente que Lina estaba en la tercera planta, habitación número dieciocho. Le di las gracias y me dirigí al ascensor, me metí en él, justo antes de que se cerrara la puerta, entró una pareja de ancianos burgueses, debieron de ser diabéticos, me saludaron amablemente, me dijeron que iban para la segunda planta. La cara del marido no me era extraña, creo haberlo visto en algún sitio, pero no recordaba dónde. A lo largo de treinta segundos me fijaba en el hombre e intentaba recordar dónde lo había visto. Llegamos a la segunda planta, se abrió la puerta, salieron sin despedirse y yo seguí mi ruta a la tercera. Tengo mala memoria, como los viejos, debo hacer algunos ejercicios para mejorar mi memoria porque si la cosa sigue así, no podría avanzar ni en mis estudios, me dije.
Salí del ascensor y entré por una puerta de la derecha, me llevó a una sala grande donde encontré a Dania y a sus padres con los ojos rojos de llanto, me dijeron que se hallaba más grave de lo que estuvo días atrás. Estaba Lina en la cama tan serena, su rostro bastante pálido, hecha un esqueleto, al verme sonrió y me dijo –sabía que ibas a venir, no lo dudé. Realmente yo no quise preguntarle cómo se encontraba porque sería ridículo de mi parte, se veía muy claro que la chica estaba viviendo los últimos momentos de su vida. Ante aquel esqueleto me puse torpe. Por primera vez me resultaba difícil encontrar el modo de entablar una conversación, no sabía qué decir ni qué palabras elegir para consolarla.
Lina que era vanidosa y antipática conmigo, ahora resultaba que tenía mucho cariño por mí dominante. Apretó mi mano derecha diciéndome que le disculpara todos los malos comportamientos y las molestias que me provocaba. Vi brotar de sus bonitos, oscuros ojos, una lágrima que cuando se la sequé con mi mano la sentí exageradamente caliente, luego, las lágrimas empezaron a rodar como el beso sus mejillas. En esto, entró una enfermera, era morena, bajita, gorda, pelirroja, debía de tener veintiséis años, le medió la tensión arterial y la temperatura, después concluyó su tarea desinfectando enteramente la habitación de Lina. Salió la enfermera, y otra vez volvió a reinar un sentimiento trágico que ardía como una antorcha en mi interior. Creo que hubiese soportado los tiros de un fusil que padecer esa terrible ansiedad.
Me dijo que se sentía feliz por haber podido despedirse de mí, ella sentía por mí cariño y yo por ella sentía piedad, una reciprocidad injusta. Se me figuraba que la cosa era como una escena teatral en la que uno de los protagonistas debía morir para que el otro colocara una flor inmarchitable en su tumba. A mí me tocó ser ese personaje que veía a Lina parpadear los ojos hasta que se le pusieron vidriosos, se le cerraron lentamente….y murió.
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