Itinerarios de Abdul
Nunca he llegado
-No puedo, de verdad no puedo, Leila. Tal vez antes podría si me lo hubieses dicho en su momento. ¡Lo siento! Ahora no puedo. Le decía desconcertado. En este momento bajaron sus padres. Un hombre gordo, con un espíritu donjuanesco, tenía una barriga abultada, una gorra negra, los gestos y la postura demostraban una extrema petulancia. con unos pasos firmes se me figuraba un tipo que apostaba por cualquier partida. Su padre me hizo acordarme de un profesor que me enseñaba historia cunado aún estudiaba en la preparatoria. Bueno, éste creía que explicando la primera y la segunda guerras mundiales estaba haciendo un descubrimiento y le gustaba que le aplaudiéramos, tenía una vanidad bastante pueril y quería satisfacerla de cualquier manera aunque fuese por un falso asombro que veía en el rostro de mis condiscípulos. La mujer era corpulenta, bajita, elegante, parecía que andaba un poco fastidiada, la sonrisa se desvaneció en una apretada línea recta, sus labios dibujaban una expresión de angustia, y su pecho se levantaba hacia arriba cuando respiraba profundamente. Leila volteó a mirarlos con un movimiento lento. Les saludé, y ellos insistieron en no darse cuenta y atravesaron la amplia sala hasta que llegaron a un mueble bastante grande y rojo, supongo que era un sofá estilo imperio. De pronto la mujer sacudió su cabeza para arrojar unos mechones rubios hacia atrás porque tenía ambas manos apoyadas en las caderas, permaneció de pie exhausta de energía mientras me miraba con ojos brillantes. A decir verdad, en ese momento no sabía si de ellos brotaba odio o desprecio. Bueno, Leila me presentó teniendo cierta ilusión por la reacción de sus padres, y creía que al decirles que yo era escritor me profesarían afecto o les importaría tanto; pero se engañó, no fue así. El señor era un diputado, un político de esos latosos que se pasaban la vida defendiendo sofismas y falsedades. Era imposible que aquel hombre tuviera alguna pasión literaria; y menos por textos con un lenguaje medio filosófico y medio literario.
-¿Qué escribe usted?- me preguntó sarcásticamente mientras abría los botones del traje gris que llevaba. Me quedé un poco perplejo y cariacontecido porque me sorprendió su pregunta.
-Historias, cuentos cortos, y escribo sobre cosas que me inspiran- le contesté. Y él mostró una risa burlesca. Su risa me produjo una mala impresión. No había necesidad de explicar el motivo de su risa. Era bastante claro que la concepción literaria del mundo y de la sociedad, para él no existía. Fue la primera vez que sentí que yo no disponía del mérito real de tener condiciones de literato. Su risa malintencionada me hizo recelar de mi talento verbal. En ese momento entró una sirvienta flaca, nariz afilada, ojos negros, pelo castaño, los labios finos, su apariencia sonriente le daba un carácter más femenino, nos sirvió unas tazas de café y desapareció. Entonces empecé a hablar de una manera elocuente y exaltada, hablé de la literatura y sociedad, y de novelas universales, escritores clásicos y contemporáneos. Exponía mis ideas acerca la lectura de los libros y el cambio que podrían producir en los pueblos. A lo que él me respondió con vanidad que cualquier cambio debería realizarse por procedimiento político. Para él la literatura era algo artificial y fuera de la naturaleza, afirmando que la política ponía el orden social, cosa que con literatura no podría realizarse. Realmente yo no tenía humor de defender lo que creía, era una conversación inútil. Leila estaba muy emocionada, su madre nos miraba aburrida como si quisiera detener de una vez aquella controversia que había iniciado con una pregunta muy tonta. - Recuerde usted que la inmoralidad predomina la política- le dije, y con esto me despedí.
Ya eran las siete de la tarde, hacía un frío intenso.-¿A dónde iría?- me dije. Tardé un par de segundos antes de decidir dirigirme hacia la librería de Benidol; ésta queda al sur de la ciudad, bastante lejos por lo que supondría coger un taxi o el metro, además estaba lloviendo,y me faltaban fuerzas para caminar cuarenta minutos. Bueno, caminé un poco mirando a la derecha e izquierda a ver si aparecía un coche. Andaba bien abrigado, pero el frío me mordía la cara y acababa con mis carrasperas, el frío me mata, el calor me mata, la humedad me mata, Dios! todo mata en este mundo, corremos el riesgo de morir en cualquier momento. Qué desastre! De pronto apareció un taxi, le señalé y se detuvo. Una vez llegué a la librería el viejo Edwin estuvo esperándome desesperado. -Has tardado, iba a cerrar- exclamó él. No contesté, -Aquí tienes los libros que habías solicitado la semana pasada, revísalos bien-. me dijo. -Por cierto, falta Los Miserables, de Victor Hugo, éste aún no me lo mandaron- añadió.- te sirvo un café? me invitó. -No, gracias, tengo prisa. Me puse a examinar el paquete, leyendo títulos y tachaba en la lista. Bien, ser un lector exige perseverancia y disciplina- dije. le pagué y regresé a casa.
Me despertó un mensaje de Leila. Sentía un dolor de cabeza acompañado de unas ganas horribles de volverme a dormir. Leila partiría con sus padres a Londres, y quería verme antes de viajar. Miré el reloj, Dios! Media hora más para la partida. volví a leer el mensaje, y me poseyó un miedo ingobernable, era preciso actuar con rapidez, ni un minuto que perder. Inmediatamente me puse de pie, y empecé a vestirme para no llegar tarde. Salí corriendo de casa como si mi vida dependiera de aquel mensaje. Era triste la atmósfera en la calle, corrí y corrí como nunca en mi vida..........
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