jueves, 17 de noviembre de 2011


Ismael Bellí y el cementerio de los libros
     
      Permanecí inmutable, sorprendido, boquiabierto por unos momentos, observando el sitio fabuloso donde me encontraba. No era lo que se dice una biblioteca, era un cementerio de libros. He frecuentado muchas bibliotecas, pero nunca había visto alguna semejante a ésa que poseía Ismael Bellí. Era  difícil hacer una aproximación de la cantidad de los libros de los cuales constaba ese cementerio.

      Me había acordado de Sara, y deseé con toda mi alma que le hubiese invitado a acompañarme para descubrir juntos la existencia de ese lugar tan misterioso. Pensé llamarle para que viniese, pero no tenía su teléfono, además, ella debió de estar dormida, me dije.

      A través de la ventana se veía pasar sombras opacas con una rapidez de sueño. Adentro, en el cementerio de libros, había poca luz, el ambiente inspiraba tristeza, angustia, sufrimiento y una inmensa fatiga de vivir. Todo indicaba la vejez, el abatimiento y la muerte.  Ismael había encendido su chimenea, envuelto en un abrigo negro, era un viejo pálido y extenuado, su mirada fría parecía no ver lo que miraba, sonreía con amarga tristeza, su aspecto respiraba decaimiento y el cansancio de los años. Una inmensa angustia se leía en su rostro y sus movimientos manifestaban una incomprensible esperanza.

      Había muchos libros esparcidos en el suelo, cogí un libro, era de Galdós, cuyo título era “la sombra” quité con la mano el polvo de siglos que llenaba la portada y  contraportada del libro. Ismael vivía solo en ese cementerio, seguro que no vivía ninguna mujer con él. El polvo es testigo de la soledad, y la soledad es la suerte de los espíritus excelentes, pero es terrible para un anciano. Me tendió una caza de café, y se  sentó en un sofá cerca de la chimenea, calentaba su cuerpo enflaquecido. Le pregunté si había leído todos esos libros, me contestó que sí. Me quedé asombrado, y pensé en ese momento que este viejo se había pasado la vida leyendo libros y no hacía otra cosa. Me dijo con un tono de fatiga y angustia que en otras épocas la gente leía mucho, había una preocupación literaria, era una preocupación de un medio bastante restringido. Los escritores vendían miles y miles ejemplares de cada nueva obra que se publicaba.
-Hoy los escritores, digo si hay buenos escritores, son desconocidos. En parte, la culpa es de la prensa (el demonio del cuarto poder). Los periodistas se volvieron comerciantes, ya no tienen preocupación literaria como antes, por lo tanto la fama de los escritores no trasciende. Esto significa que el oficio de escribir libros conoce una tremenda decadencia, y no puede subsistir en este país si la cosa sigue así. Tomó un sorbo de café, viendo cómo subían en el aire los espirales del humo de su pipa y añadió-Los periodistas siempre están dispuestos a participar en el juego político, olvidándose del papel que normalmente deberían desempeñar, y así los escritores no podrían ganar dinero. Y el colmo es que con este sistema político (el capitalismo) nos habían enseñado a ser más consumidores que productivos. Cuanto mayor fuera nuestro consumo, tanto más se beneficiarían de ello los empresarios y los políticos. No estoy en contra del espíritu burgués, pero tampoco a favor de que se domine a la población.
-¿Usted cree que eso es difícil de modificar? ¿Como se va a arreglar el problema?-pregunté yo. Creo que por ahora, de ninguna manera, es como las empresas que se imaginaba Don Quijote-siguió diciendo Ismael-Tendría que cambiar las ideas políticas y económicas para cambiar la sociedad. Mientras no haya cambio hacia la veracidad, cosa que de momento no se ve posible, la transformación no se puede realizar.
      Su comentario sobre ese tema me produjo una inexplicable melancolía, pero sus argumentos eran razonables, y yo estaba totalmente de acuerdo con él. Sin embargo esta razón no es del todo convincente para el medio social. Hubo un momento de silencio, entonces yo empecé a tomar serios sorbos de café contemplando a través de la ventana el tráfico del pueblo y las casas adosadas. Soplaba un viento cortante, estábamos a tres bajo cero, el mal tiempo mantenía las calles momentáneamente desiertas.
     
      En un determinado momento miró  su reloj de pulsera, se levantó y me dijo-Bueno chaval, ¡me disculpas! Voy a tener una visita, si no te importa vuelve mañana. La verdad es que me dejó abochornado. Aún no estaba preparado anímicamente para marcharme de aquel cementerio de libros, pero comprendí  que habíamos pasado tiempo platicando, y que ya había llegado el momento de largarme de allí. Dimos un apretón de manos como viejos amigos y después me acompañó hasta la puerta...........(suite)




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