sábado, 31 de diciembre de 2011


     Contrastes de la vida
    
     Soy inconformista, descontento, nada me agrada en esta sociedad. Me parece que todas las cosas perdieron el valor estético, le dije a Sara que me miró con extrema curiosidad. Prefiero-añadí- vivir en el campo, vivir entre los árboles y los ríos, sentir verdaderamente el paso del tiempo y las estaciones, estar lejos de la hipocresía y de las mentiras, lejos de la envidia y las infinitas enfermedades sociales. Los hombres son absolutamente materialistas, no piensan más que en cómo ganar dinero, hacer crecer sus cuentas bancarias, adulan, complacen, soportan, en una palabra ¡lo que puede hacer un hombre por amor de unas miserables monedas! Y las mujeres son fastidiosas desde un punto de vista moral. Ya nadie desempeña el papel que le corresponde, nuestra sociedad vive bajo la incapacidad moral, es un caos. Mucha gente toma actitudes pensando que está desarrollando estratégicamente las condiciones de vida, sin embargo, ignoran que esta misma operación es una estrategia de una construcción destructiva.
     Créeme Sara, no estoy criticando a nadie, simplemente, trato de interpretar estas malas y desagradables circunstancias en que se encuentra la sociedad. Además estoy harto de leer las necedades que publican los insensatos periodistas. Algunos periódicos dicen estúpidamente que las cosas se mejoran y habrá soluciones para la crisis, dicen que se puede dar un salto hacia el porvenir con todas las fuerzas del pueblo. Yo digo ¿de qué  fuerzas habla esta gente? ¿Fuerzas de corrupción y de ignorancia? Esto no conduce a ninguna parte. Al leer estas necedades, el otro día se me ocurrió mandar una carta al periódico, pero pensé que no valía la pena. Me consideran un cínico pesimista, y no hay manera de que yo pueda convencer a nadie de que soy una persona sensata y seria. Seguro que abrir un debate con estos periódicos inmorales supone un fracaso polémico, como aquella polémica que había entre dos locos; uno asegura que es de día y otro que es de noche mientras que el asunto no es más que una tontería.
     Pero las cosas cambiarán para bien, debes tener fe y esperanza, me dijo Sara a lo que contesté yo - Por amor a Dios Sara, tú también me vas a decir esto, estas palabras me las sé de memoria. Mira, la verdad es que tenemos mala sociedad, naturalmente, no me refiero a la tierra, ni al clima, ni tampoco a los siete vientos. Repito que hablo de la gente inmoral, gente que carece de educación, principios, y de valores y responsabilidad. Por Dios Sara tenemos que ser un poco objetivos y no andar pintando las tristes verdades; el sistema educativo actual no funciona, no da resultados, las programaciones y los proyectos que pone el gobierno no se llevan a cabo, el ir y venir de los estudiantes a los institutos yo lo veo como el movimiento de los molinos de viento, al menos éstos reproducen energía, pero los estudiantes, ¿dime qué producen, barbaridades, golfería y analfabetismo escolar? tengo una completa desconfianza en esta sociedad. Pero no voy a maldecir la patria como hizo  Miguel de Unamuno cuando dijo “desgraciada la patria cuando no se puede hablar de la patria”. Al contrario, es cierto, yo amo mi patria, pero me duele lo que sucede y si digo esto, es porque soy nacionalista hasta los huesos y no permito a nadie que dude de mi nacionalismo.
     Si yo fuera pintor, le dije a Sara, quiero decir, si yo fuera uno los buenos artistas, pintaría nuestra sociedad como un huerto aletargado; los manzanos no dan sus flores, a los perales se les han caído los frutos pequeños que tenían con el granizo y los rosales no abren sus capullos, los árboles corpulentos se les ve carcomidos por miles parásitos que van a acabar con ellos bajo un cielo que se ha nublado definitivamente. Sería un huerto que le falta una vida interior. Sería un cuadro que da la impresión de gritar ¡Eh, señora sociedad! tenga cuidado. Lo está usted haciendo muy mal. Sara soltó una carcajada y me dijo que tengo una imaginación trágica pero divertida. Yo sabía perfectamente que eso de “divertida” lo ha añadido sólo para que yo no me molestase. Lo bueno de las mujeres es que en sus discursos siempre procuran cuidar sus palabras e intentan producir bellas expresiones. Realmente valoro mucho este punto. Nada de trágico, le dije a Sara con un tono melancólico.  De pronto sonó su teléfono móvil, contestó y me dijo que era el profesor con el que desarrollaba su tesis doctoral, le pidió que asistiese obligatoriamente a una conferencia que él haría en el museo nacional. Sara me dijo que ya  no tendría más remedio que viajar, regresar a su ciudad, ya era tiempo de despedirnos. La verdad después de la llamada vi en los ojos de Sara una tristeza que no solía notar a lo largo del tiempo que estábamos juntos, sentí que le invadió una melancolía total, cuando me comentó que ya se iría, yo me quedé callado, no dije nada, y tampoco tenía nada que decir, sí, callado como una losa al borde de un prado esperando a que aparezca una ninfa  para sentarse sobre ella y así puede sentir el valor de su existencia, un prado donde las ninfas no pueden vivir.  Sin darme cuenta Sara se lanzó sobre mí, me abrazó fuertemente y sentí una lágrima que corría en sus mejillas, luego volteó, abrió la puerta y se ha marchado.
     El tiempo que estuve en el hospital me atendieron muchas enfermeras, pero fue sólo una la que pudo acercarse mucho a mí, era bonita, una persona amable de un aire fino y poco desvaído, era curiosa e inteligente. La chica se llamaba Salma, tenía la aspiración de salir, de viajar por el mundo, de ir a los países del sol. Siempre que le tocaba atenderme,  sentía yo que lo hacía como si fuera para ella una diversión, sonreía mucho y hablaba poco. Cuando supo que soy escritor empezó a entablar abiertamente conmigo conversaciones sobre muchos asuntos. Era preguntona, porque no dejaba de hacerme preguntas acerca de mi persona. Pronto Salma no volvió a aparecer, la cambiaron por otra enfermera que me trataba con seriedad como si yo fuera un soldado que regresó herido de los campos de concentración. Le pregunté por Salma y me dijo que la mandaron a otro departamento. También le pregunté el porque de este brusco cambio, me dijo que Salma era la hija del director general del hospital y entre el personal corrió la voz de que había una relación entre Salma y yo, por lo que su padre la alejó al quirófano. A los dos o tres días, vino el médico a decirme que yo estaba bien, que ya podría salir. Entonces, entendí que me despiden del hospital con el pretexto de que yo coqueteaba a la hija del director general.
Yo, señores, que soy un hombre que ha tenido la desgracia de vivir en una sociedad donde la palabra y la influencia de hombres de poder están por encima de todo, y hasta de las leyes. Con este motivo escribí una carta al director tratando de demostrarle que no  había ninguna relación entre su hija y yo, que no era yo quien le coqueteaba a su hija, sino ella la que me conquistaba a mí con sus preciosas palabras ¿qué culpa tengo yo, le decía, de que la señorita Salma tenga un carácter angelical y de que su voz sea más suave que el susurro de las abejas? Claro, si yo fuera hijo de un hombre de poder no me tratarían así aunque  hiciese el amor a la hija del director general del hospital. Pero soy un desgraciado escritor cuyas obras nunca  llegarían a las bibliotecas de gente de prestigio y poder. Estoy seguro que el padre de Salma no llegó a leer mis obras, mis historias para poder conocerme de verdad. Casi nadie me conoce porque soy simplemente narrador de historias cuyas razones a nadie le agrada saber. Todos mis argumentos, no sirvieron de nada, el padre de Salma (el director general del hospital) me contestó en una carta diciéndome que, además de ingrato, yo era un impertinente, de una imprudencia repulsiva. La verdad es que no comprendí por qué me dijo aquello, que no pude entender por más que leía y relía la carta. ¿Acaso quiso ofenderme?
     Después de leer muchas veces la carta y reflexionar sobre el contenido, he llegado a la conclusión de que la felicidad consiste en ser indiferente, no hacer caso a lo que diga la gente, sin embargo, eso es un poco complicado porque supone tener previamente tres cosas elementales: una buena autoestima, auto-crítica y saber dominar bien las sensaciones repentinas.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Hoy al amanecer, salió Don Bartoche en su caballo, con su espada y escudo y celada buscando empresas . En medio del desierto bajo el sol irritante, se sienta bajo una palmera y saca su pluma dorada y se pone a escribir una carta a Sara contándole sus hazañas y las noches que durmió en cuevas y páramos.



lunes, 12 de diciembre de 2011


Odio injustificado

      Las horas en el hospital fueron alegremente rápidas. Sara estaba todo el tiempo conmigo, me cuidaba y a cada rato me preguntaba si necesitaba alguna cosa. Que yo hubiese expuesto mi vida por ella. De cuando en cuando las enfermeras me inyectaban para dormir y no sentir dolor en el brazo. Era como vivir un sueño meramente real del que pronto tendría que despertarme. Me encontraba en un estado de impresionalidad y sensibilidad extraño, cualquier cosa más insignificante me producía un arrebato de cariño y de odio.
      En medio, pues, del alboroto total que imperaba en el hospital, yo estaba imaginando vertiginosamente que aquel episodio desagradable podría haberme ocasionado un grave daño o la más estrecha y peligrosa desgracia. No soy maestro de artes marciales y no estoy en condiciones de creer que hubiese utilizado aquella táctica o tal estrategia. Reconozco que Salí herido de mi lucha contra el vagabundo, pero no fui vencido. En todo caso yo había luchado como Dios manda, de modo que no he de preocuparme por lo que podría decir la gente que llegue a enterarse de mi desventura. Además, me importa un bledo. Digo esto, simplemente porque los estratos más profundos de mi conciencia están en el clímax, y así no voy a detenerme en pequeñeces cuando soy capaz de hacer lo que otros no pueden hacer en general.
      Quería mover el brazo, pero el brazo no obedecía, intenté moverlo de nuevo, tampoco reaccionaba. Había concentrado toda mi atención en el brazo, lo observaba, hice un esfuerzo pero vi que mi brazo no me obedecía, inerte, como si las líneas de conexión entre mi cerebro y mi brazo estuviesen rotas y me poseyó un miedo muy intenso. De pronto me desperté con un inmenso sentimiento de temor y angustia, estaba sudando y una tremenda ansiedad  me consumía. Comprendí que era una pesadilla, observé mi brazo por unos instantes luego lo moví y reaccionó, pues respiré profundamente en siete tiempos y sentí relativamente un frío alivio que me invadía. Miré a mi derecha y me di cuenta de que Sara me estaba observando, sonrió y me dijo que el médico le había informado de que no era algo grave y que no me preocupase.
      Pedí a Sara que me trajera algún libro de una librería cerca del hospital porque necesitaba distraerme, necesitaba leer, necesitaba alimentar mi cerebro con la lectura, me considero un fanático lector. Mis lecturas diurnas y nocturnas para mí son unos indispensables ritos.
      Tengo miedo de que muera antes de leer una cantidad considerable de libros, novelas, crónicas y tomos de obras completas. Puede que parezca una idiotez para los retardados mental que nunca han llegado a sentir el placer y el gozo de la lectura, pero para mí es una de las idioteces que me conmueve y jamás abandona mi pensamiento.
      Desde los doce años lo único que leía eran historietas de moraleja. No sabía nada de novelas y crónicas. Los personajes eran siempre los mismos: princesa, rey, príncipe, soldado y jardinero. ¡Qué sensación de verdad se siente leyendo una historieta cuyo protagonista es el hijo del jardinero que sueña con ganar el corazón de la princesa y vivir en el castillo como un príncipe!
      Pero a los dieciocho años empecé a leer todo lo que me ilustraba sobre la historia y naturaleza humanas y también sobre los problemas sociales y metafísicos, y así mi espíritu empezó a joderse cuando comencé a explorar las desagradables verdades del mundo. Cada vez que abría alguna página no encontraba más que guerras, torturas, matanzas, degüellos, golpes de estado, conspiraciones e inquisiciones, cosas que preocupan al demonio. Pues, y hasta se me ocurrió que el mundo está lleno de canallas y habría que inventar algún parámetro que pudiera detectar la canallería en cada individuo y medirla con exactitud para descontarle a cada uno la cantidad que merece ser descontada.
      Sara fue a por lo que le había pedido y me quedé con la enfermera a solas que por lo visto no sabía más que cambiar vendas e inyectar a los enfermos. Detesto a las mujeres gordas y la enfermera que me atendía con una solicitud de amiga, era inmensa, gordísima metida en un uniforme de talla estándar que parecía hecho para una mujer normal, exhibiendo su pecho enorme que se temblaba a cada paso. Estaba colocando un tubo de goma blando y transparente donde circulaba un líquido sin color. Yo la observaba con tristeza y dolor, ella me sonreía con caridad y yo la miraba con desdeño y desprecio, ella me cuidaba y yo la odiaba sin razón. La verdad recorrí todos los rincones invisibles de mi sentimentalismo para ver si había amor hacia las gordas o cualquier otra clase de sensaciones que no fuera desdeño, nada, no había. En mi interior yo ardía de rabia y nerviosidad porque me había resultado difícil ser hipócrita y sonreírle a ella. Podría admitir ser amable con ella, desde luego, tratarla con respeto como Dios manda. Pero era absolutamente inadmisible para mí desempeñar el papel de un estúpido hipócrita. Siempre me presento tal como soy y no pretendo fingir o ser de otra manera como hacen los de doble cara. Puede que les parezca a ustedes que soy un canalla que tiene un pensamiento extremadamente estrambótico, pues, sí, quizás tengan razón, simplemente trato de ser sincero y mostrar las cosas tal como son, al menos no me engaño ni tengo la intención de engañar a nadie, ésa es mi naturaleza y la realidad ante todo. Repito que soy un canalla para que vean hasta qué punto el hombre es susceptible de formular prejuicios y odio injustificados.
      Yo odio a las mujeres gordas, el otro odia a las flacas o negras ¿y usted lector a quién odia? Pues es una locura ¿qué sería de estas pobre mujeres, qué culpa tienen para ser odiadas sin razón? Esto no existe en ninguna religión y en ningún libro sagrado. Sólo existe como filosofía de los racistas. Pero yo no soy racista, soy también víctima de ese odio irracional.
      Esa sensación empecé a tenerla cuando aún estudiaba en el colegio, cuando aún era un niño que no sabía lo que era odiar. El caso es que en el colegio teníamos una maestra bastante gorda, nos impartía clases de matemáticas. Era una tía muy dura y mala persona. Nos castigaba, nos daba palizas sin tener el mínimo sentimiento de piedad, y para colmo nos amenazaba con castigarnos duramente si alguien se atreviese a contarle a su familia algo de lo que sucedía en la clase. Como yo tenía mala memoria, me era difícil aprender las reglas y la tabla de multiplicar, además, se me olvidaba todo al estar frente a ella de modo que yo era el más castigado, siempre salía molido, era el más desafortunado, no digo de la clase sino de todo el colegio. A decir verdad yo la veía como un gigante, una bruja. Odiaba ir al colegio, odiaba las matemáticas y llegué a odiar a las damas gordas por culpa de aquella maestra.
      Durante años intenté deshacerme de ese odio y desmontarlo, pero nunca pude superar esa sensación de rencor que se despertaba en mí cada vez que me encontraba con mujeres gordas. Es casi imposible que una obsesión tan profunda como la que tenía con respecto a las gordas no la hubiese manifestado. Todo esto es clarísimo, pero ¿quién va a creer en los argumentos de un hombre que detesta a las mujeres gordas? Hay todavía algunos argumentos de cuyo índole personal, que no vale la pena que yo escriba, pues cada individuo tiene su compleja obsesión imborrable que perturba su vida normal, lo que demuestra que el ser humano a veces se convierte en un ser irracional cuando se deja llevar por las sensaciones  imperiosas e incontrolables.
      En fin, dejémonos de obsesiones y volvamos al hospital donde guardo la cama porque Sara ya había llegado, me trajo un libro cuyo título “El museo de la inocencia” de un escritor turco…