Odio injustificado
Las horas en el hospital fueron alegremente rápidas. Sara estaba todo el tiempo conmigo, me cuidaba y a cada rato me preguntaba si necesitaba alguna cosa. Que yo hubiese expuesto mi vida por ella. De cuando en cuando las enfermeras me inyectaban para dormir y no sentir dolor en el brazo. Era como vivir un sueño meramente real del que pronto tendría que despertarme. Me encontraba en un estado de impresionalidad y sensibilidad extraño, cualquier cosa más insignificante me producía un arrebato de cariño y de odio.
En medio, pues, del alboroto total que imperaba en el hospital, yo estaba imaginando vertiginosamente que aquel episodio desagradable podría haberme ocasionado un grave daño o la más estrecha y peligrosa desgracia. No soy maestro de artes marciales y no estoy en condiciones de creer que hubiese utilizado aquella táctica o tal estrategia. Reconozco que Salí herido de mi lucha contra el vagabundo, pero no fui vencido. En todo caso yo había luchado como Dios manda, de modo que no he de preocuparme por lo que podría decir la gente que llegue a enterarse de mi desventura. Además, me importa un bledo. Digo esto, simplemente porque los estratos más profundos de mi conciencia están en el clímax, y así no voy a detenerme en pequeñeces cuando soy capaz de hacer lo que otros no pueden hacer en general.
Quería mover el brazo, pero el brazo no obedecía, intenté moverlo de nuevo, tampoco reaccionaba. Había concentrado toda mi atención en el brazo, lo observaba, hice un esfuerzo pero vi que mi brazo no me obedecía, inerte, como si las líneas de conexión entre mi cerebro y mi brazo estuviesen rotas y me poseyó un miedo muy intenso. De pronto me desperté con un inmenso sentimiento de temor y angustia, estaba sudando y una tremenda ansiedad me consumía. Comprendí que era una pesadilla, observé mi brazo por unos instantes luego lo moví y reaccionó, pues respiré profundamente en siete tiempos y sentí relativamente un frío alivio que me invadía. Miré a mi derecha y me di cuenta de que Sara me estaba observando, sonrió y me dijo que el médico le había informado de que no era algo grave y que no me preocupase.
Pedí a Sara que me trajera algún libro de una librería cerca del hospital porque necesitaba distraerme, necesitaba leer, necesitaba alimentar mi cerebro con la lectura, me considero un fanático lector. Mis lecturas diurnas y nocturnas para mí son unos indispensables ritos.
Tengo miedo de que muera antes de leer una cantidad considerable de libros, novelas, crónicas y tomos de obras completas. Puede que parezca una idiotez para los retardados mental que nunca han llegado a sentir el placer y el gozo de la lectura, pero para mí es una de las idioteces que me conmueve y jamás abandona mi pensamiento.
Desde los doce años lo único que leía eran historietas de moraleja. No sabía nada de novelas y crónicas. Los personajes eran siempre los mismos: princesa, rey, príncipe, soldado y jardinero. ¡Qué sensación de verdad se siente leyendo una historieta cuyo protagonista es el hijo del jardinero que sueña con ganar el corazón de la princesa y vivir en el castillo como un príncipe!
Pero a los dieciocho años empecé a leer todo lo que me ilustraba sobre la historia y naturaleza humanas y también sobre los problemas sociales y metafísicos, y así mi espíritu empezó a joderse cuando comencé a explorar las desagradables verdades del mundo. Cada vez que abría alguna página no encontraba más que guerras, torturas, matanzas, degüellos, golpes de estado, conspiraciones e inquisiciones, cosas que preocupan al demonio. Pues, y hasta se me ocurrió que el mundo está lleno de canallas y habría que inventar algún parámetro que pudiera detectar la canallería en cada individuo y medirla con exactitud para descontarle a cada uno la cantidad que merece ser descontada.
Sara fue a por lo que le había pedido y me quedé con la enfermera a solas que por lo visto no sabía más que cambiar vendas e inyectar a los enfermos. Detesto a las mujeres gordas y la enfermera que me atendía con una solicitud de amiga, era inmensa, gordísima metida en un uniforme de talla estándar que parecía hecho para una mujer normal, exhibiendo su pecho enorme que se temblaba a cada paso. Estaba colocando un tubo de goma blando y transparente donde circulaba un líquido sin color. Yo la observaba con tristeza y dolor, ella me sonreía con caridad y yo la miraba con desdeño y desprecio, ella me cuidaba y yo la odiaba sin razón. La verdad recorrí todos los rincones invisibles de mi sentimentalismo para ver si había amor hacia las gordas o cualquier otra clase de sensaciones que no fuera desdeño, nada, no había. En mi interior yo ardía de rabia y nerviosidad porque me había resultado difícil ser hipócrita y sonreírle a ella. Podría admitir ser amable con ella, desde luego, tratarla con respeto como Dios manda. Pero era absolutamente inadmisible para mí desempeñar el papel de un estúpido hipócrita. Siempre me presento tal como soy y no pretendo fingir o ser de otra manera como hacen los de doble cara. Puede que les parezca a ustedes que soy un canalla que tiene un pensamiento extremadamente estrambótico, pues, sí, quizás tengan razón, simplemente trato de ser sincero y mostrar las cosas tal como son, al menos no me engaño ni tengo la intención de engañar a nadie, ésa es mi naturaleza y la realidad ante todo. Repito que soy un canalla para que vean hasta qué punto el hombre es susceptible de formular prejuicios y odio injustificados.
Yo odio a las mujeres gordas, el otro odia a las flacas o negras ¿y usted lector a quién odia? Pues es una locura ¿qué sería de estas pobre mujeres, qué culpa tienen para ser odiadas sin razón? Esto no existe en ninguna religión y en ningún libro sagrado. Sólo existe como filosofía de los racistas. Pero yo no soy racista, soy también víctima de ese odio irracional.
Esa sensación empecé a tenerla cuando aún estudiaba en el colegio, cuando aún era un niño que no sabía lo que era odiar. El caso es que en el colegio teníamos una maestra bastante gorda, nos impartía clases de matemáticas. Era una tía muy dura y mala persona. Nos castigaba, nos daba palizas sin tener el mínimo sentimiento de piedad, y para colmo nos amenazaba con castigarnos duramente si alguien se atreviese a contarle a su familia algo de lo que sucedía en la clase. Como yo tenía mala memoria, me era difícil aprender las reglas y la tabla de multiplicar, además, se me olvidaba todo al estar frente a ella de modo que yo era el más castigado, siempre salía molido, era el más desafortunado, no digo de la clase sino de todo el colegio. A decir verdad yo la veía como un gigante, una bruja. Odiaba ir al colegio, odiaba las matemáticas y llegué a odiar a las damas gordas por culpa de aquella maestra.
Durante años intenté deshacerme de ese odio y desmontarlo, pero nunca pude superar esa sensación de rencor que se despertaba en mí cada vez que me encontraba con mujeres gordas. Es casi imposible que una obsesión tan profunda como la que tenía con respecto a las gordas no la hubiese manifestado. Todo esto es clarísimo, pero ¿quién va a creer en los argumentos de un hombre que detesta a las mujeres gordas? Hay todavía algunos argumentos de cuyo índole personal, que no vale la pena que yo escriba, pues cada individuo tiene su compleja obsesión imborrable que perturba su vida normal, lo que demuestra que el ser humano a veces se convierte en un ser irracional cuando se deja llevar por las sensaciones imperiosas e incontrolables.
En fin, dejémonos de obsesiones y volvamos al hospital donde guardo la cama porque Sara ya había llegado, me trajo un libro cuyo título “El museo de la inocencia” de un escritor turco…
bueno desde mi punto de vista me parece que en cierto sentido Don Bartoche si es racista aunque el diga que no lo es, y que conforme pasa el tiempo y diga que no crea en el amor, se esta enamorando de Sara y que ese odio que lleva para con las mujeres gordas no es justificado, ya que por el hecho de que una le haya hecho la vida de a cuadros en la infancia las demas no tienen culpa
ResponderEliminarMe ha gustado su presentación en Facebook, me ha gustado la de aquí, y también lo que leo.
ResponderEliminarComplicado tema el de esta entrada.
Lo seguiré leyendo
Un abrazo
Gracias MIENTRASLEO. Un abrazo.
ResponderEliminarMe gusta por la reflexión sobre sus propio sentimientos de odio hacia la gordura a partir de la experiencia en la escuela. Además, resulta muy gracioso en varios puntos. Un relato desde luego entretenido que se lee de un tirón
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