La última despedida
“No es oro todo lo que reluce”
Era domingo, me acababa de levantar de la siesta, me eché la cabeza bajo el grifo y sentí el agua fría chorreaba sobre mi espalda. Me acerqué a la ventana de mi estudio, la calle estaba desierta, todo inspiraba abandono. A veces suena el timbre y es la dueña del piso quiere pagarle el alquiler, o suena el teléfono y es mi amigo Farfán, o suena el despertador y son las seis de la mañana. Hacía mucho frío. Me puse mi abrigo y la bufanda, y me eché en la callé; solía darme un paseo por el muelle. Siempre trato de poner orden en el desorden y acostumbrarme a las sorpresas de la vida.
Sepan señores que no soy caprichoso ni irresponsable. Algunos me dicen que soy transgresor y no sé por qué. Reconozco que carezco de un auténtico romanticismo pero eso no significa que no sea formal y romántico, aunque no lo crean. Sepan ustedes que la dicha pasa más de una vez por nuestra puerta pero nunca toca. Sepan señores, una cosa es lo que deseamos y otra es lo que suceda.
Estaba sentado solo en un banco en el muelle, contemplaba el mar triste y solitario. Tenía a mi lado mi libro cuyo título no quiero compartir con nadie. He empezado a escuchar los silbidos del viento que producía el levante, no necesitaba dejar de respirar para oírlos mejor, además, creía que yo era el único quien los oía porque estaba solo. Siento sin querer la desolación, la torpeza y la amarga sensación de melancolía y soledad. Siento sin querer que estoy jugando la última partida, una partida en que si pierdes será la última despedida. Y lo cierto es que yo siempre estoy con los que pierden.
Lo que yo quería en ese momento era cerrar los ojos y que me dejase llevar por el silencio que invadía y enfriaba mi alma. Entonces empecé a pensar en lo que había sucedido conmigo días atrás; desde mi encuentro con Salma en el hospital, recordando sus dulces sonrisas que daban esperanza y las impresionantes conversaciones que habíamos entablado a lo largo de mi estancia en el hospital. Salma era agradable, cariñosa, le faltaba un poco de estatura pero muy especial. Me enteré por dos o tres conversaciones que tuvimos de que era soltera y apenas había terminado sus estudios y empezó de lleno a practicar lo que había aprendido durante su carrera.
Mi abuela siempre me decía que el verdadero amor es el amor espiritual, los poetas dicen que es el que nace en la primavera, otros dicen es el amor de la juventud, una chica me dijo una vez que hay que dejarse amar para ser amado. Dicen que el amor no avisa, no tiene edades, no tiene un determinado color, no tiene una sola manera de entrelazar las miradas y las almas. A consecuencia de mis experiencias, me pregunto frecuentemente ¿cuánta ilusión inolvidable he de vivir? y ¿cuánta ilusión me manifestarían aún todavía para poder entender bien a las mujeres?
Sonó el teléfono, metí mi mano en el interior de mi blusa gris y saqué el móvil. El número que aparecía en la pantalla no lo conocía, y no tenía ganas de contestar, pero volvió a sonar una y dos veces que me desesperó y por fin tuve que contestar.
-¿Sí? Dije.
-¿Podemos vernos? -oí una voz tierna.
-¿Quién me habla?- pregunté.
-Soy Salma- respondió.
-¿Puedo verte dentro de una hora?- preguntó Salma.
-Sí, estoy en el muelle- le contesté.
-Bueno. Ya vengo-añadió y colgó la llamada.
Su voz transmitía la inseguridad e impaciencia. En realidad fue una sorpresa volver a saber de ella después de haber sido echado del hospital y habernos jodido su padre y yo. La llamada no despertó en mí la curiosidad de saber cómo pudo conseguir mi número, porque sé perfectamente que las mujeres siempre se las arreglan para conseguir aquello que realmente desean. Me esforcé para no pensar tanto en el porqué quiso verme. El sol de la tarde brillaba en la superficie dorada del mar después de un día nublado que duró un par de días.
Abrí mi libro al azar y comencé a leer un fragmento que decía así: “……..A don Bartoche le asustaba la idea de tener que acabar algún día con la función de su personaje principal. Tanto que le había costado imaginarlo y darle forma sudando como alfarero noche tras noche ¡No! ¡Definitivamente no terminaría con la vida de Don Bartoche! Tal vez sea mejor idea la de confinarlo al final de sus ideas a un orfelinato al cuidado de su enfermera favorita. Grande idea que debía darle vuelta.
Esa noche Don Bartoche no pudo conciliar el sueño y debió consultar con la almohada. Dicen que la cama debe apuntar al norte para que la energía fluya más fácilmente y por eso reorientó los muebles de su cuarto totalmente para conseguir una mejor posición de sueño. Y en verdad valió la pena, porque nada más cerrar los párpados y la imagen de la enfermera favorita le entró en escena. Era más delgada de lo que la había imaginado. -No me llames suspiro dulce, le pidió con voz serena y trémula. Tenía la voz de los seres que por algún misterio caen del cielo a vivir en la tierra. -Llámame Salma, dijo mostrando una sonrisa a flor de labios. No eran sus ojos más que dos ventanitas por donde mirar el cielo infinito, pero algo le decía que aquellas pupilas que lo miraban de reojo, traían las huellas inconfundibles del amor. Sí, del amor a un Dios único y bien conocido. ¡No puede ser! Qué diría Don Bartoche si supiera que en sus sueños se desliza el aroma inconfundible de su enfermera favorita y más aún, su pasear elegante frente a sus pacientes salidos del quirófano.
Fue una verdadera sorpresa encontrar a Don Bartoche encaramado encima de una ballena azul, clamando a los cuatro vientos, !tierra! !tierra! !tierra!, creyendo haber encontrado la inubicable isla de San Borondón o sea la isla del fin de la suerte.”
Estoy leyendo y poco entiendo, estoy leyendo y me digo qué experiencia tan terrible de encontrarnos de nuevo con quien ayer estuvimos y con quien ayer soñamos y reímos. Siempre he pensado que las novelas están para leerlas, reflexionar y no para construir gigantes ilusiones irreales.
A media hora había aparecido Salma en el muelle, cerré mi libro. La estaba viendo venir, a cada paso su cuerpo se movía como una flor en el auge de su florecimiento, daba la impresión de que venía contenta. Entonces, pensé que nunca había visto en mi vida una flor como ella. Tenemos la misma edad, somos jóvenes, pero ella es optimista y soy pesimista, ella es enfermera y soy escritor, ella es activista y soy crítico, ella es cariñosa y soy cínico. Aparte de los puntos de divergencia, somos navegantes en un tiempo que cambia de postura incesantemente. Es cierto que la juventud, el tiempo y los latidos del corazón suelen estimular el grado de la esperanza. Sin embargo lamento haber otros matices que desfavorecen la estrechez de las relaciones amorosas.
Llegó salma y nos saludamos, se sentó a mi lado y me miró con una cara tersa y sonriente.
-Te he echado de menos, y lo siento por el problema que has tenido con mi padre por mi culpa- me dijo con un carácter del que está apenado.
-No te preocupes, ya sucedió lo que tuvo que suceder-le dije.
Me habló de su familia, dijo que era la más favorita de sus padres, la mimaban y la dejaban hacer todos sus caprichos. Evocó las alegrías de su infancia, las poesías que escribió en su adolescencia, las aspiraciones de su vida estudiantil y las visitas a países lejanos que pensaba hacer-¿Sabes? Ahora siento que soy otra, sí otra Salma, totalmente distinta de la que era hace años y mi visión del mundo también cambió de la que tenía antes-explicó.-Tengo las mañanas ocupadas en la clínica y las tardes en el laboratorio y al concluir mi última clase de mis investigaciones frecuento el baile-añadió Salma.
Mientras ella me hablaba, yo estaba contemplando el paisaje del atardecer; a lo lejos se divisaba el horizonte confuso, rojizo, y los desmontes dorados por los últimos rayos del sol que se dibujaban en líneas rectas en el cielo. El corredor del muelle estaba forrado de madera húmeda que inspiraba angustia. De pronto el cielo tomó un color siniestro, gris, sucio, surcado por las vagas estrías rojizas y la luz oscilante de los faroles se estremecía.
Mi relación con Salma no había sobrepasado unas cuentas conversaciones, miradas y un par de sonrisas. Salma me gustaba; me gustaba por tener todo aquello de lo que yo carezco; alegría, optimismo y sentido del humor. Era habladora y generosa. Con ella, yo no oculto que me sentía contento. Por muchas razones que ahora callo, comprendí que existía en mí algo que no podía dominar; como si una cosa dentro de mí se desmoronase. Lo que sentía en mi interior era transmisible...Hasta tal extremo me había afectado su forma de ser. En realidad yo no estaba autorizado a hacerme responsable de una aventura cuyo final absolutamente desconocido.
Salma me invitó a la fiesta de su cumpleaños que se celebraba en su casa. Eso fue lo que había querido comunicarme, y prefirió decírmelo en persona que por teléfono. Le comenté que no podía asistir; que no quería que mi presencia resultase escandalosa ante su padre. Me rogó e insistió. Bueno, Acepté. A decir verdad, no me gusta que me rueguen, y ¡qué diablos soy para que me rueguen a mí! ¡Vamos! Acepté.
El día siguiente antes de ir a la fiesta, fui primero a comprar un regalo especial para Salma. Luego regresé a mi piso. Tomé una ducha y me puse un traje que nunca había usado; era nuevo y me dirigí hacia su casa. Bueno, toqué a la puerta, abrió la criada y me cedió el paso. Había mucha gente, unos comían pasteles, otros bailaban y unas damas sentadas observando. Salma estaba muy hermosa, elegante y deliciosa. No exageraría si dijera que parecía una emperatriz rusa o Alicia en el país de las maravillas. Entregué el regalo a Salma y le deseé paz, salud y felicidad. Me dio las gracias con una sonrisa inolvidable.
En la fiesta me encontré con un poeta se llamaba Oscaro y me enfrasqué en una larga discusión literaria; hemos hablado de las actuales corrientes literarias y de las últimas publicaciones que han aparecido en el mercado…Había un grupo que tocaba música alborotada y cantaba una copla sin sentido:
Huye año y viene otro
¡Ay Salma!
Felices los que vienen
Felices los que van
Pisamos fuerte, fuerte
Contra tiempo pisamos
¡Ay Salma!
Huye año y viene otro
El padre de Salma saludaba a una pareja burguesa recién llegada. Cayó su mirada en mí, me vio fijamente. Yo pensé que estaba examinando los datos de su memoria a ver si se acordaba de mí. Lamentablemente, resultó cierto lo que me había pensado. Se acordó de mí. De repente se acercó furiosamente a mí, me miró con peor cara como si yo fuese demonio.
-¿Tú qué haces por aquí? -me gritó. Me echó la bronca en medio de los invitados, sentí humillado y lastimado. Me pidió que me marchase de su casa. Fue como una película que se rompe en la peor escena. Yo, señores, fui invitado por su propia hija Salma, sin embargo, ella no reaccionó, no dijo nada ni intervino, se quedó mirando la tragedia. Salí cabizbajo y disgustado. En el fondo sentía que el mundo se convirtió muy pequeño, como el grano de arena. El camino de regreso fue muy largo. Cuando llegué a mi piso me di cuenta de que estaba mojado hasta los huesos, comprendí que llovía mientras yo caminaba. Estaba claro que mi situación daba pena a quien me hubiese visto en aquel tremendo estrado.
Unas semanas después, quiso Dios que me topase de nuevo con el mismo poeta a quien conocí en la casa donde fui despreciado en pleno público. Éste me expresó su indignidad por el mal trato que recibí y me informó de que Salma se casaría con un médico. Yo no sentía ni tristeza ni cólera porque Salma se casara. Al contrario, me era indiferente; simplemente, por como actuó en la desdichada fiesta de su cumpleaños. Lo que me exasperaba es que nunca se me había cruzado por la mente que las cosas acabasen así tal como sucedió. ¡Recuerden bien señores que una cosa es lo que deseamos y otra es lo que suceda!
Lo que he contado hasta ahora no creo que haya bastado a ustedes para comprender el sonido que sentía producir mi corazón en aquella tragedia. Sepan señores que ahora recuerdo esto, y siento que algo baja de mi cerebro a mi corazón a conmoverme tristemente.
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