Octava parte: Chavalote e Inés
Vomitaba, sentía la bilis en la saliva y el dolor de los porrazos en el estómago y en todo el pecho. Lo llevaron a la casa de Dolores Fuertes Delabarriga, lo echaron sobre la cama, y ahí se quedó tumbado, mucha sangre en la cara de Chavalote, era un verdadero cadáver inmóvil, pero en vida. Ésta era una buena vecina, enfermera, cuidaba a Chavalote y sabía tratar sus heridas. Consideraba que su deber en la vida era prestar ayuda y consuelo a la gente; era partidaria de todo lo que tenía que ver con la solidaridad humana. De la taberna se supo que Piolín Botella, estaba dominado por aquella dama tan burguesa y capitalista parisina. Lo usaba para redactarle cartas románticas que ella mandaba a sus pretendientes que venían a visitarla desde Montpellier, o como se dice en occitano, Montpelhièr no recuerdo bien, me es difícil aprender los nombres de tantas ciudades, repito, era como si fuese su privado escribano; Piolín era un poeta desconocido, había leído a muchos clásicos y a otros contemporáneos. Se aprendió de memoria cuarenta mil versos de sus poetas predilectos y adquirió mucha habilidad en componer y declamar prodigiosamente poesías seductoras que llegaban al fondo del corazón. Dolores tenía una hija que era profesora de historia del arte en el instituto de San Sebastián, pero como estaba de vacaciones coincidió con la presencia de Chavalote en la casa de su madre. Se llamaba Inés, era una muchacha muy guapa, cariñosa, simpática, debía de tener veintitantos años, esbelta, rubia y de ojos azules. Ésta tenía el perfil más hermoso que Alicia en el país de las maravillas; su belleza era divina.
Chavalote por primera vez, en la casa de Dolores, se había sentido un niño, un ser importante que tenía todavía más valor y sentido en la vida, y no un borracho perdido entre la taberna y callejuelas de Vera, Lo cual le llevó a querer llorar por su suerte. Dolores Le preparaba caldo de verduras, otras veces sopa de hierbas y tazas de té caliente. Gracias a Dios, pudo volver a abrir bien los ojos y probarse que no estaba tirado en cualquier hospital del pueblo.- Siento una gran debilidad y dolor, pero estoy muy a gusto-dijo Chavalote a Dolores. Al atardecer, Inés tenía la costumbre de salir al jardín y ponerse a leer. Leía a Émil Zola, a Duque de Rivas, a Esopo, a Homero, y a otros escritores cuyas obras extensas y divertidas. Chavalote la contemplaba en silencio y paz sin mover la mirada, como se mira un ángel bajando del cielo, sabe Dios, cuánto le emocionaba el paisaje, y cuánto se imaginaba sentado junto a aquel suspirito dulce leyendo y compartiendo sonrisas, sería una fabulosa experiencia para él.
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