martes, 17 de abril de 2012

Aventuras de Chavalote X


Décima parte: Chavalote en compaña de Buzoño

         Fue una de las primeras mañanas frías de aquel mes de enero, tras la definitiva extinción del otoño. Chavalote andaba furioso con el clima,  junto a Buzoño recogiendo chatarras en los pueblos de San Sebastián, habían recorrido Astigarraga, Ibarra, Olaberria, Legorreta, Altzo, Azkizu, Urkizu, eran lugares muy fértiles para encontrar objetos que valían un duro o dos centavos. En el cerebro de Buzoño germinaba la idea de que había que ganarse la vida de cualquier manera, éste  tenía mil oficios, y siempre se llevaba en la espalda un saco de cuero donde podría uno encontrar cosas y utensilios bien extraños pero muy útiles para mil y una labores; ponía herraduras en las pezuñas de los caballos y mulas, y a veces se hacía barbero y afeitaba a los campesinos, sabe Dios, cuántas cosas tuvo que aprender Chavalote, aunque con gran pena y mucha dificultad, era lógico que él hiciera todo lo posible por ser un buen mozo para su jefe. Buzoño, en algunos pueblos lo llamaban mataperros y en otros era el de terror de los niños porque creían que metía a los críos desobedientes en su saco y se los llevaba. Buzoño tenía alzheimer y cada vez que se sentaban a descansar empezaba a hablarle a Chavalote de todas sus hazañas, era un cuento que se lo había repetido decenas de veces. Chavalote ya estaba harto de oír  la misma historia, se la sabía de memoria, y que estaba dispuesto a renunciar a una parte de su jornal por poner ante su jefe un enorme letrero que dijera: YA BASTA SEÑOR BUZOÑO. Éste era tan popular y conocía a toda la gente de aquellos pueblos donde romper zapatos de tanto andar era poco para sobrevivir.
     La casa de Buzoño era bastante diferente de las del pueblo, era una barraca hecha de tablas de madera pintadas de azul como si fue un chalet a la costa del mediterráneo, un tejado de zinc, una terraza o patio que no se sabía qué era exactamente, porque ése era más grande que el espacio que ocupaba la casa, dos cuartos pequeños; uno donde dormían él y doña Maritza y el otro para sus hijas gemelas. Chavalote dormía agradecido en el suelo sobre unos trapos y a la intemperie en la terraza como el portero de aquella barraca. Dando la vuelta a ésta había una cabaña que servía de refugio a las gallinas y junto a ésta había una pequeña noria que al girar producía un estrépito estrambótico, cuya agua regaba varias huertas de hortalizas.
      Las muchachas eran bonitas, morenas, calladitas y muy tímidas, casi no se les oía hablar, trabajaban mucho, no paraban nunca, siempre andaban ocupadas ayudando a su madre en labores domésticas o bordaban manteles para que el señor Buzoño los vendiese y les trajera joyas y ropa nueva. Chavalote se confundía quién era Yanira y quién Yurena, le era difícil diferenciarlas y así ellas siempre se reían y se burlaban de él y de su poca inteligencia y de lo idiota que les parecía. Ahora que está en casa de Dolores bien recibido y con buena autoestima contempla la belleza divina y la dulzura de la sonrisa de Inés que leía libros con sus elegantes anteojos puestos sobre la nariz, o en el jardín regaba sus plantas, Chavalote siente mucha diferencia entre aquellos dos mundos que compartían paralelamente el tiempo pero no el lugar y los sentimientos.  

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